Assumpta est Maria in caelum
Assumpta est Maria in caelum: Gaudent angeli, laudantes benedicunt Dominum María ha sido elevada al cielo, los ángeles se alegran Y, llenos de gozo, alaban al Señor El 1 de noviembre de 1950, ante más de 650 prelados y una muchedumbre inmensa, y teniendo presente a todo el mundo católico que por Radio oía su voz, con asistencia especialísima del Espíritu Santo dijo el Papa Pío XII estas palabras: «Pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado que la Inmaculada Madre de Dios siempre Virgen María, terminado el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial». Un clamor de entusiasmo se levantó de la muchedumbre y las campanas de toda la cristiandad fueron lanzadas al vuelo en señal de júbilo. Hasta ahora, ha sido la última vez que un Papa proclama una definición dogmática. ¡Cuánto echamos de menos en los años de autodemolición de la Iglesia y de confusión doctrinal que vivimos una voz autorizada que se hubiera alzado para explicitar las necesarias definiciones dogmáticas y exigir, con consecuencias prácticas, el sometimiento a las verdades de nuestra fe! Pero no ha sido así y en medio de la confusión, como el faro que guía hacia puerto seguro al marinero a punto de naufragar, brilla el recuerdo de aquella última definición dogmática. El contenido de este misterio se puede resumir así en pocas palabras: Cristo ha vencido a la muerte y al pecado y de esta victoria participa todo el que ha sido regenerado sobrenaturalmente por el bautismo. Pero, por ley general, Dios no quiere conceder a los justos el pleno efecto de esta victoria sobre la muerte sino cuando haya llegado el fin de los tiempos. Por eso también los cuerpos de los justos se deshacen después de la muerte y sólo en el último día volverá a unirse cada uno con su propia alma gloriosa. Pero de esta ley general quiso Dios que fuera exenta la bienaventurada Virgen María. Ella, por privilegio del todo singular, venció al pecado con su Concepción Inmaculada; por eso no estuvo sujeta a la ley de permanecer en la corrupción del sepulcro, ni tuvo que esperar la redención de su cuerpo hasta el fin del mundo (Pío XII). En realidad, Santa María es la criatura humana que realiza por primera vez el plan de la Divina Providencia, anticipando la plenitud de la felicidad prometida a los elegidos mediante la resurrección de los cuerpos. La fe lo asegura. «Creo en la resurrección de la carne» decimos en el Credo. Sin limitación ninguna, afectando a todos los hombres, a todos los tiempos. Y la tradición cristiana lo proclama unánimemente como verdad de fe: todos los hombres resucitarán volviendo a tomar cada alma el cuerpo que tuvo en esta vida. Dios ha dispuesto la resurrección de los cuerpos para que, habiendo el alma obrado el bien o el mal junto con el cuerpo, sea también junto con el cuerpo premiada o castigada. Tan funesto y erróneo resulta concebir la muerte como el final de todo, ante la que se estrellan todas las esperanzas como pensar en la resurrección como equivalente a la participación en la felicidad eterna. El mismo Cristo establece la distinción: «No os maravilléis de esto, pues llega la hora en que todos los que están en los sepulcros oirán la voz del Hijo de Dios y saldrán -los que hubieren obrado el bien, para resurrección de vida, más los que hubieren obrado el mal, para resurrección de condenación» (Jn 5, 29). Por eso habrá grandísima diferencia entre los cuerpos gloriosos de los escogidos y los cuerpos de los condenados. Los primeros tendrán, a semejanza de Jesucristo resucitado y del cuerpo de María asunto al cielo, las dotes de los cuerpos gloriosos mientras que los segundos llevarán la horrible marca de su eterna condenación. Dos pueden ser las consecuencias de esta doctrina en nuestra vida: 1. No debemos temer la muerte corporal... la vida es un simple tiempo de espera El cristiano debe ser consciente de la brevedad de esta vida terrena, de la que sabe que es única. Precisamente por ello no puede dejarla pasar inútilmente, sino que ha de tener en ella aquel comportamiento santo que corresponde a su ser de cristiano y que le es posible con el auxilio de la gracia. La misma realidad del pecado que ha existido y existe en su vida, exige que el cristiano, mirando al futuro, reaccione para recuperar el tiempo ya perdido. Es bastante corriente pensar en dejar el negocio de la salvación para los últimos momentos cuando ya se ve la muerte cristiana. Jesús nos advierte en muchas ocasiones que recogen los evangelistas acerca de la insensatez de estos criterios y los peligros que entrañan ¿Quién nos asegura que Dios aguardará a que nos parezca bien dedicarle nuestra atención? ¿No podría retirarnos su gracia? ¿Estará entonces la puerta abierta? Es preciso estar vigilante, sin distraerse ni dormirse un momento; vivir siempre en estado de gracia para que la muerte no nos sorprenda: «Estad, pues, prontos, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del hombre» (Lc 12,40) 2. Respetemos nuestros cuerpos, serán un día moradores del cielo. Recordemos con frecuencia que también nuestro cuerpo resucitará algún día y está destinado a la transformación gloriosa, con tal que aquí no abusemos de él, no seamos sus esclavos, no lo apliquemos a las obras de muerte. Si en este cuerpo mortal llevamos la imagen de Jesucristo crucificado, recobrará su incomparable nobleza; participarán algún día de la gloria de Jesús y de María. La fiesta de la Asunción de la Virgen es para nosotros una invitación apremiante a vivir atentos siempre a los bienes celestiales, no dejándonos arrastrar por los halagos de la vida terrena. Por eso le pedimos, con las inspiradas palabras de Pío XII: «Oh Madre de Dios y Madre de los hombres: ... nosotros, pobres pecadores, nosotros a quienes el cuerpo corta el vuelo del alma, te suplicamos que purifiques nuestros sentidos para que aprendamos desde aquí abajo a gustar a Dios, a Dios solo, en el encanto de las criaturas».