El remedio muerde, pero quita la infección. San Ambrosio
El remedio muerde, pero quita la infección. San Ambrosio
Ya no me comporto como un publicano, decía; ya no soy el viejo Leví; me he despojado de Leví revistiéndome de Cristo. Huyó de mi vida primera; sólo quiero seguirte a ti, Señor Jesús, que curas mis heridas. ¿Quién me separará del amor de Dios que hay en ti? ¿La tribulación? ¿La angustia? ¿El hambre? (Rm 8,35). Estoy unido a ti por la fe como si fuera con clavos, me has sujetado con las buenas trabas del amor. Todos tus mandatos serán como un apósito que llevaré aplicado sobre mi herida; el remedio muerde, pero quita la infección de la úlcera. Corta, Señor, con tu espada poderosa la podredumbre de mis pecados; ven pronto a cortar las pasiones escondidas, secretas, variadas. Purifica cualquier infección con el baño nuevo."
Escuchadme, hombres pegados a la tierra, los que tenéis el pensamiento embotado por vuestros pecados. También yo, Leví, estaba herido por pasiones semejantes. Pero he encontrado a un Médico que habita en el cielo y que derrama sus remedios sobre la tierra. Sólo Él puede curar mis heridas porque él no tiene esas heridas; sólo Él puede quitar al corazón su dolor y al alma su languidez, porque conoce todo lo que está escondido. (San Ambrosio. Comentario a Lucas 5, 23)
Es curioso que conversión y perversión compartan parte de su significado de volverse, dar la vuelta, que procede de la palabra latina “versio”. Mientras que el prefijo “con” indica que el cambio conduce hacia el orden, “per” indica que se trastoca el orden. Conversión indica un cambio interior que nos ordena, nos da sentido y nos completa.
La conversión es similar a la cura de una herida. De hecho, nuestra naturaleza humana está llena de las heridas que hemos ido recogiendo durante toda nuestra vida. San Ambrosio nos indica que los mandamientos de Dios son como un apósito que colocamos sobre la herida. Un apósito que duele, ya que su objetivo es sacar la enfermedad, el pecado, de nuestro interior. La Gracia de Dios se nos suministra a través de los sacramentos, pero también a través de los mismos actos virtuosos de la vida. De ahí los mandamientos sean un camino para la Gracia de Dios.
Sólo Cristo puede curar nuestra heridas, ya que El no tiene heridas y es todo poderoso.
Volviendo a la cadena del pecado, si sentimos el aguijón del dolor producido por otra persona o por la sociedad, el remedio no es traspasar el dolor a otras personas. Traspasar el dolor sólo produce una falsa y momentánea mejoría en el dolor que sufrimos. Con esta apariencia de mejora, el enemigo nos tienta a servir de conductores del mal, sabiendo que el resultado final será más dolor en nosotros y una herida nueva en otra persona.
¿Cómo parar entonces la cadena? Lo primero es no dañar a más personas, ya que el aparente alivio nos lleva a un agravamiento mayor de la herida. Hay que dejar que el Médico, Cristo, tome el control de problema dejándole actuar sobre nosotros. “Sea tu Voluntad así en el Cielo como en la Tierra” Que nuestra voluntad se ajuste a la Suya, de forma que la Gracia pueda penetrar y vaya sanando la herida. Una vez curada la herida, las cicatrices quedan y a veces pueden producir algún dolor cuando miramos atrás. Pero no pasa nada ya que ya sabremos que las virtudes son las herramientas ideales tanto para la curación como para la reducción del sufrimiento.
La única forma de parar la cadena del pecado es la santidad y la santidad conlleva seguir a Cristo tal como el nos ha indicado: negándonos a nosotros mismo, tomando nuestra cruz y siguiendo paso a paso el camino que El a trazado para nosotros.