«Mi gusto por los cuentos culminó con la guerra», escribió
Tolkien en las trincheras de la Primera Guerra Mundial: el heroísmo del hombre común ante el horror
Si J.R.R. Tolkien no hubiera vivido la batalla del Somme, los primeros esbozos de su mitología tal vez nunca habrían dado lugar a la Tierra Media que conocemos. Como él, muchos otros escritores se vieron obligados a empuñar las armas. En el frente, algunos encontraron a Dios o dieron testimonio de Él. La guerra truncó la búsqueda espiritual de otros…
«En un agujero en el suelo, vivía un hobbit. No un agujero húmedo, sucio, repugnante, con restos de gusanos y olor a fango». Así comienza El Hobbit, de J.R.R. Tolkien. Estamos en la Tierra Media, pero ese agujero con el que no quiere que confundan la casa del protagonista bien podría ser una de las trincheras de la Primera Guerra Mundial, en las que el autor pasó casi cuatro meses de 1916, antes de volver a casa, aquejado de fiebre de las trincheras.
Tolkien fue oficial de señales en la batalla del Somme, y su experiencia fue «tanto un catalizador para su escritura creativa, como el marco sobre el que ésta se construyó», explica John Garth, autor de Tolkien y la Gran Guerra (ed. Minotauro).
En palabras del propio escritor, «mi gusto verdadero por los cuentos lo despertó la filología en el umbral de la edad adulta, y fue llevado a su culmen por la guerra». En 1914, John Ronald Reuel tenía 22 años, estudiaba Inglés en Oxford, y sólo había escrito algunas piezas humorísticas. Pero ya estaba fascinado por el nombre de Earendel, estrella de la mañana, que había descubierto en el poema anglosajón Crist (siglo IX). De esta chispa nació la Tierra Media.
Tolkien consiguió retrasar su llegada al frente a junio de 1916. Hasta entonces, terminó sus estudios, hizo el adiestramiento militar y se casó con la mujer de la que estaba enamorado desde la adolescencia, Edith. Pero también empezó a desarrollar una lengua élfica, y escribió los primeros poemas sobre el mundo fantástico al que este idioma le trasladaba. Eru (Dios), los árboles de Valinor, la Isla Solitaria o la araña Ungwë, familiares para sus lectores, nacieron entonces.
Al igual que los protagonistas de sus historias, Tolkien fue al frente como quien «se introduce en un mundo oscuro y peligroso», según Garth. Durante este tiempo, no pudo escribir, pero su universo fue tomando forma, a fuego lento, en su mente. A la vuelta, mientras se recuperaba en el hospital militar, se puso manos a la obra y comenzó a escribir los Cuentos perdidos, un primer conjunto de relatos en los que seguiría trabajando durante toda su vida y que, tras muchas transformaciones, dieron pie a El Silmarillion.
El primero de ellos, La caída de Gondolin, recoge la impresión imborrable del frente. Los elfos ya no son pequeñas hadas, sino personajes capaces de ir a la guerra. «Representan -explica Garth- la sabiduría tradicional, la belleza y el arte en consonancia con la naturaleza. Son atacados por las fuerzas del materialismo ciego y el afán de dominación, los mismos males que habían zambullido a su generación en el baño de sangre de las trincheras. Esto marcó el patrón para el resto de los escritos de Tolkien sobre la Tierra Media, donde la guerra entre esos dos extremos morales nunca acaba».
La decadencia y el mal están muy presentes en este mundo fantástico, pero también el consuelo. Con el tiempo, acuñaría el término eucatástrofe, un «repentino giro gozoso (…) que proporciona un fugaz atisbo de la Alegría más allá de los límites del mundo».
La fe, más que un ideal que se lleva el viento
Esta presencia de la esperanza en sus obras ha hecho que Tolkien sea acusado de escapismo. Pero su único pecado es no haberse dejado llevar por el desencanto que embargó a otros escritores tras la guerra. De hecho, para él, la verdadera enfermedad de su tiempo era precisamente el desencanto; la guerra, sólo un síntoma.
«La amarga realidad de las trincheras», donde perdió a dos amigos íntimos, «le golpeó tan duro como a cualquiera. Pero su particular bagaje imaginativo y moral pudo sobrevivir, no aplastado por la guerra, sino templado por ella».
Su fe fue fundamental. Tras morir su padre, su madre se había hecho católica, algo que la hizo sufrir mucho. Ella también murió cuando Tolkien tenía 12 años. Esto hizo que «su catolicismo nunca fuera un simple ideal que el viento de la guerra pudiera llevarse volando». Cuando compartió con un profesor católico que el estallido de la guerra era «el colapso de todo mi mundo», éste le replicó que sólo «había vuelto a la normalidad. Así, Tolkien pudo reconocer que la pérdida trágica y la guerra, tanto real como moral, eran aspectos inevitables de la vida»; y que había una esperanza más allá.
A lo largo de toda su vida, Tolkien logró destilar su experiencia hasta convertirla en mito; un intento «de rescatar el sentido de la ruina, de ver el heroísmo y la esperanza entre la oscuridad y el horror, y de devolver el encantamiento al mundo ante el desencanto» de la Gran Guerra.
Recuerdos del Somme
En La caída de Gondolin, Tolkien presenta a unos dragones mitad máquina, mitad monstruo. Se trata de un relato escrito justo después de la batalla del Somme, una de las primeras en las que se usaron tanques.
En su relato de la Creación, afirma que la caída del diablo trajo «la crueldad y la rabia, y la oscuridad y el lodo detestable, y toda putrefacción, las nieblas inmundas y la llama violenta y el frío sin piedad».
Tolkien volvió de la guerra con «una profunda simpatía y sentimiento hacia el tommy», el soldado raso. Una personalidad sencilla, capaz de actuar heroicamente, que trasladó a los hobbit, en especial a Sam Gamyi (que debe su nombre en inglés al inventor del esparadrapo de cirugía). En su mitología, «los héroes son los que logran encontrar dentro de sí mismos -con el apoyo de sus compañeros- la fortaleza para continuar cuando la desesperación y el miedo destruyen a otros».
Una de las imágenes más expresivas del mal en el universo de Tolkien, y de las que más le impresionaban a él, son los bosques arrasados. Una imagen característica también de la tierra de nadie de la Gran Guerra.
Un inglés sin odio a Alemania
En sus primeros bocetos del élfico, escritos durante los albores de la guerra, Tolkien utilizó palabras con la misma raíz, kalimba, tanto para alemán como para bárbaro, monstruo, trol. Este ataque juvenil de maniqueísmo nacionalista acabó pronto: tras la guerra, todo rastro de esta equiparación desapareció.
«Quizá lo borró -explica John Garth- al darse cuenta de que el soldado alemán no era ni más ni menos malvado que el británico». Los orcos «simplemente representaban lo peor de la naturaleza humana tal como Tolkien la veía, al margen de la nacionalidad. De hecho, Tolkien siempre se había resistido al patrioterismo. Su apellido y sus ancestros paternos salieron de Alemania, y su interés como investigador» se centraba en las raíces germánicas del inglés, «así que no podía rechazar a los alemanes como raza aparte».
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