Domingo, 24 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Alfonso Carrascosa, microbiólogo y estudioso de su historia

«El CSIC es el mayor logro alcanzado por laicos católicos en el desarrollo científico del siglo XX»

El CSIC, flanqueado por sus creadores: José Ibañez Martín (izquierda) y José María Albareda (derecha).
El CSIC, flanqueado por sus creadores: José Ibañez Martín (izquierda) y José María Albareda (derecha).

Carmelo López-Arias / ReL

Este año se celebra el 75º aniversario de la fundación del CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas), “el mayor organismo público de investigación de la historia de España, que ocupa el tercer lugar en Europa y está entre los diez primeros del mundo en cuanto a nivel científico”.



Así nos lo explica Alfonso V. Carrascosa, doctor en Ciencias Biológicas por la Universidad Complutense de Madrid y científico del CSIC con destino en el Museo Nacional de Ciencias Naturales, coordinador del Grupo de Historia de la Microbiología Española de la Sociedad Española de Microbiología, director de la revista Arbor y miembro de la Comisión Mujeres y Ciencia del CSIC.

Y, además, estudioso de la historia y evolución de este organismo, en cuyos orígenes es muy marcada la identidad católica, principal aspecto sobre el que le preguntamos.

-¿Cuándo nace el CSIC?

-Inició su actividad el 24 de noviembre de 1939, mediante la promulgación de su Ley Fundacional, para dar continuidad a la actividad científica tras la Guerra Civil.

-¿Quiénes fueron sus creadores?
-José Ibáñez Martín y Jose María Albareda. José Ibáñez Martín (1896-1969) fue parlamentario aragonés por la CEDA durante la Segunda República. Catedrático de instituto con el número uno de su oposición, licenciado en Derecho e Historia, siempre se consideró heredero intelectual de Marcelino Menéndez Pelayo, en base a cuya obra La ciencia española configuró la actividad científica del CSIC. Jose María Albareda (1902-1966), doctor en Farmacia y Ciencias Químicas y científico eminente de la denominada Edad de Plata, especializado en edafología, aportó su experiencia personal así como su conocimiento de la realidad internacional de la ciencia y su interés por las nuevas ciencias biológicas.

-¿Cómo nació en ellos la idea y su determinación de plasmarla?

-Ibañez Martín y Albareda se reencontraron en Burgos tras evadirse del Madrid republicano, y allí profundizaron su amistad, en parte debido a que a finales de 1938 Ibáñez Martín cayó enfermo de tifus y Albareda iba a visitarle todos los días. En Burgos pusieron en común proyectos de futuro para reactivar la investigación científica, combinando la experiencia política y el conocimiento de Derecho de uno con la experiencia científica internacional del otro.

-Pero había que dar un paso político…
-Lo plasmaron en la Ley Fundacional que Ibáñez Martín le presentó a la firma a Franco, actitud similar a lo que con anterioridad hicieron las autoridades de la Junta de Ampliación de Estudios, Santiago Ramón y Cajal y José Castillejo, con el general Primo de Rivera, y que tan buenos resultados cosechó.

-Ibáñez Martín era un católico practicante…

-Nació en una familia muy religiosa, fue a colegios religiosos, un tío suyo sacerdote le ayudó en su formación… Se declaró católico en el Parlamento poco antes del estallido de la Guerra Civil, lo que, unido a su pertenencia a la Asociación Católica Nacional de Propagandistas y a su adscripción política, le obligó a exiliarse desde Madrid en 1936, junto con toda su familia, ante el inminente peligro de ser asesinados en la persecución religiosa.

-¿Y Albareda?
-Algo similar le tocó en suerte a Albareda, miembro del Opus Dei, que se exilió también por similares motivos desde el Madrid republicano, acompañando a San Josemaría Escrivá de Balaguer. El padre y el hermano discapacitado intelectual de Albareda fueron asesinados al poco de empezar la guerra, y tienen abierta causa de beatificación. Albareda, que llegó a conocer quiénes los habían asesinado, no tomó represalia alguna contra ellos: ni siquiera les delató tras la Guerra Civil.

-¿Hubo respaldo eclesiástico?
-La primera reunión plenaria del CSIC, un año después de su fundación, se inició con una eucaristía del Espíritu Santo en la madrileña iglesia de San Francisco El Grande, presidida por el obispo de Madrid-Alcalá, Leopoldo Eijo y Garay con la asistencia de los obispos de Salamanca y Ciudad Rodrigo y del Abad Mitrado de Silos. El propio Papa Pío XII le dirigiría en 1943 a Ibáñez Martín una carta agradeciéndole la institución de este Consejo, en particular por haber reconocido a la Teología “la primacía sobre las disciplinas del espíritu” y por haber dedicado “un templo al Espíritu Santo”. A las felicitaciones y bendiciones se sumó también en 1943 quien sería con el paso del tiempo el Papa Pablo VI.

-¿Por qué ese apoyo?
-Porque probablemente el CSIC deba ser considerado el mayor logro alcanzado por laicos de la Iglesia católica en el desarrollo científico universal del siglo XX. Ibañez Martín asumió la presidencia del CSIC (19391967), que compartió con el cargo de ministro de Educación (19391951), y Albareda la Secretaría General (19391966), que compaginó con su actividad científica.

-¿Qué había movido a Albareda, ordenado sacerdote en 1959, a involucrarse en esta tarea?
-Básicamente su categoría internacional como científico, su experiencia personal, y su deseo de contribuir al desarrollo de la ciencia española, pero también lo mucho que había por hacer en el desarrollo científico español. Albareda contribuyó decididamente a modernizar las líneas de investigación.

-¿Le fue reconocido ese empeño por la comunidad científica?
-Severo Ochoa, Premio Nobel de Medicina, dijo en la Conferencia de clausura del VI Congreso Nacional de Bioquímica, en 1975: “Quiero dedicar aquí un sentido recuerdo a la figura del padre José María Albareda, que durante muchos años fue el alma e inspiración del CSIC. Sin Albareda el CSIC tal vez no hubiese existido y sin él no hubiera llegado la biología, y dentro de ella la bioquímica española, a alcanzar el grado de desarrollo que tiene en el momento actual”.

-¿Cabe comparar el CSIC con la Junta de Ampliación de Estudios (JAE)?
-El CSIC superó con creces la tarea de promoción de investigación multidisciplinar, descentralizada, internacionalizada y en interacción con las universidades que su inmediato antecesor, la JAE, había logrado. Pero es que además dio muchas más pensiones que ésta y consiguió su histórico logro de institucionalizar la profesión de científico en España.

-¿Cómo?
-El CSIC llevó a cabo, en una época extremadamente difícil y en un tiempo récord, la profesionalización de la ciencia (esto es, el científico liberado de la docencia e investigando todo el tiempo), mediante la creación de las categorías de colaborador científico (1945), investigador científico (1947) y profesor de investigación (1970), vigentes hasta la actualidad. Además de una importante tarea de formación de científicos en el extranjero, que alcanzó cotas sin precedentes.

-¿Tenían Ibáñez Martín y Albareda una concepción holística de la ciencia?

-Sin duda. Desde el mismo preámbulo de la Ley Fundacional: “Tal empeño ha de cimentarse, ante todo, en la restauración de la clásica y cristiana unidad de las ciencias destruida en el siglo XVIII”.

-¿Por qué esa armonía?

-La clásica y cristiana unidad de las ciencias se deriva directamente de que todas las ciencias han de conducir al conocimiento, y su poseedor absoluto es Dios. Esto se deriva del pensamiento católico, que cree que existe la verdad y que es alcanzable por el hombre, entre otras cosas porque Dios ama al hombre y ha querido revelársela. En el discurso de clausura de la primera reunión plenaria del CSIC, Ibáñez Martín diría cosas tales como: “Queremos una ciencia católica, esto es, una ciencia que, por sometida a la razón suprema del universo, por armonizada con la fe, alcance su más pura nota universal”.

-Todo eso se plasmó también en una simbología propia…

-Ibáñez Martín, mediante Orden de 8 de marzo de 1940, declaró patrono espiritual del CSIC “al glorioso San Isidoro de Sevilla”. El CSIC guarda un bellísimo relicario con un fragmento del cráneo del santo, donado en 1946 por el obispo de Vitoria, Carmelo Ballester, y que se conserva en la Iglesia del Espíritu Santo de Madrid, cuya primera piedra se puso en 1943, inaugurándose el 12 de octubre de 1946. Además Ibáñez Martín eligió como emblema del CSIC el Arbor Scientiae o Árbol de la Ciencia, título de la obra del beato mallorquín Ramón Llull, al tiempo que modo gráfico con el que el autor gustaba de representar las diversas disciplinas del saber, allá por las postrimerías del siglo XIII y los inicios del XIV, dando un lugar preeminente a la Teología, ciencia que nos permite el conocimiento de Dios.


-¿Tuvo la Teología un lugar en el organigrama del CSIC?
-Sí, Ibáñez Martín creó el Instituto de Teología Francisco Suárez para resucitar “aquella teología que presidió todo nuestro saber en los siglos dorados”, a cuyo frente puso al obispo Eijo y Garay, que no tardaría en crear una sección de Mariología porque “en los tiempos de ahora, los estudios teológicos versan casi todos en la determinación de las doctrinas acerca de María Madre de Dios”.

-Es llamativo ese respeto a la disciplina teológica…

-Tal vez estemos ante el único caso de fundación de un centro de investigación científica civil dedicado a la teología en la historia de la Iglesia universal. Funcionó desde 1943 hasta 1986. Organizó las Semanas Bíblicas y creó un grupo de traductores de lenguas semíticas que elaboraron la traducción conocida como Biblia Matritensis.

-¿Qué aporta el nacimiento del CSIC al debate sobre ciencia y fe?

-Una prueba irrefutable de que ciencia y religión, o razón y fe, han sido compatibles en la España del siglo XX, y si lo han sido es porque de hecho lo son. Sobre la compatibilidad entre ciencia y religión, o razón y fe, no sólo hablamos los científicos que compartimos dicha compatibilidad, sino que además ha sido una constante en el Magisterio de la Iglesia, expresado de manera sobresaliente en los últimos sucesores de Pedro.

-Aunque se sigue hablando de Galileo…

-Galileo Galilei, científico católico, dejó escrito en carta dirigida a Benetto Castelli el 21 de diciembre de 1613: “La Escritura Santa y la naturaleza, al provenir ambas del verbo divino, la primera en cuanto dictada por el Espíritu Santo, y la segunda en cuanto ejecutora fidelísima de las órdenes de Dios, no pueden contradecirse jamás”.

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