Lunes, 25 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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Desde el infierno (II): unidos

por Diálogos con Dios

Las siete almas elegidas caen como misiles zambulléndose violentamente en un espeso y oscuro mar. Se precipitan una tras otra vertiginosamente y aterrizan contra unas aguas negras y densas que se las engullen dando la bienvenida a las regiones inferiores donde tendrán que llevar a cabo su comprometida misión. El viaje entre las latitudes celestiales y el infierno les ha bloqueado la memoria casi por completo y la poca voluntad que les queda la emplean en volver a la superficie. La empresa no es fácil porque aterrizaron con mucha velocidad y la espesura de las aguas les impiden un retorno rápido. Se zafan con poderosas brazadas y fuertes golpes de pies pero la ascensión se hace interminable. La sensación de asfixia comienza a provocar el pánico entre los misioneros celestiales y más de uno se plantea la posibilidad de abandonar y dejarse abrazar eternamente por aquel pestilente mar de aguas mortales. Finalmente, poco a poco todos van consiguiendo salir de él. Tirados sobre la playa boquean con ansiedad unos mientras esperan a que terminen de emerger los otros. Cuando los siete se encuentran fuera del agua y empiezan a ser conscientes de su situación comienzan las preguntas y las dudas:
—¿Dónde estamos?
—¿Qué hacemos aquí?
Se miran unos a otros y poco a poco aciertan a recordar que algo les une, que están juntos por algo y deben continuar unidos por el bien suyo y de los demás.
—Vayamos por allí— propone uno.
Todos aceptan sin mayor problema la sugerencia mientras recuperan el resuello, pero uno de ellos murmura molesto:
—¿Y porqué por allí? ¿quién ha nombrado jefe a este?
Nadie parece hacer caso al disidente y poco a poco ascienden la loma que el líder ha propuesto superar para ver lo que hay al otro lado. Cosa difícil entre tanta oscuridad. Van llegando uno a uno comprobando que un mundo completamente oscuro se abre ante ellos impidiéndoles orientarse y decidir con seguridad la ruta a seguir.
—Bajemos por ahí— vuelve a invitar el líder y vuelven a seguirle los demás.
Esta vez, el crítico no comenta nada ante la ausencia de atención prestada por sus compañeros anteriormente, pero en su interior pone en tela de juicio de nuevo la decisión del improvisado jefe.
Después de bajar la loma entre oscuridades y sombras comienzan a andar por un terreno pedregoso que poco a poco se va convirtiendo en un humedal, más adelante en un terreno pantanoso y finalmente en un lodo fangoso que frena, casi por completo, toda iniciativa de dar un paso.
—Ya lo dije ¿Porqué había que hacer caso a ese? Mirad dónde nos ha metido— protesta el crítico.
—Simplemente, creí que debíamos dirigirnos por este camino. Lo siento, no me dieron un mapa —se defiende el líder.
—¡Oh, cállate! —reprende el pelota del jefe al crítico— Tú seguro que lo harías mejor, ¿no? con tus criticas no vamos a ningún sitio.
—Ah, perdona, no sabía que no se podía expresar libremente una opinión— contraataca el crítico.
—Vamos, vamos, tengamos la fiesta en paz— ruega el pacifista— bastante comprometida está nuestra situación como para pelearnos entre nosotros.
—Es cierto, ya no me puedo mover ni un milímetro— anuncia el justiciero señalando al líder—, la culpa es suya que dirige sin tener ni idea.
—Lo que yo digo —se reafirma el crítico satisfecho.
—Y tú cállate que no haces nada más que enredar— señala el justiciero al crítico con vehemencia— deberíais todos cerrar la bocaza si no sabéis lo que decís.
Mientras el líder resopla, el diplomático se pone de perfil, el pelota defiende al jefe, el justiciero les cortaría la cabeza a todos, el pacifista apela a la bondad del corazón de sus compañeros, el fanfarrón presume de que él lo haría todo mejor y el sabio calla, el barro se solidifica como el cemento dejando a todos inmóviles, impotentes y rabiosos. El ambiente se ha enrarecido. A la oscuridad se ha añadido tormentas, remolinos de viento y frío. Mientras se echan la culpa unos a otros de la desventurada posición, el sabio se decide por fin a hablar:
—Hermanos, nuestras diferencias nos frenan. Si no trabajamos juntos no sobreviviremos en este mundo y mucho menos llevaremos a cabo nuestro objetivo.
—Y bien, ¿que propones? —inquiere el crítico.
—Podemos tener visiones distintas y opiniones variadas pero mientras no haya otra alternativa seguiremos sus ordenes —afirma mirando al jefe—, el líder lo es porque indica el camino. Está permitido criticar y disentir pero el único que ha propuesto una dirección, siempre ha sido él. Vamos, decidid. O seguimos sus indicaciones o proponemos alternativas. Yo por mi parte mientras no haya algo de luz en este mundo, iré por donde él señale.
—Está bien —cede a su pesar el critico— ¿Hacia dónde?
—Hacia el bosque —afirma el líder notando como le vuelve la confianza.
Todos aceptan los argumentos del sabio y comparten su decisión con lo que el cemento se resquebraja alrededor de sus pies y se ponen en marcha. El crítico se queda atrás esperando al sabio para preguntarle con intimidad:
—¿Oye, porque no coges tú el mando? El que más sabe debería ser el líder.
—No es el momento.
—Pues no sé cuando lo va a ser. Esto me recuerda a aquello de un ciego guiando a otros ciegos.

El grupo llega al tenebroso bosque y rápidamente intuyen que no están solos. Algo se mueve entre las sombras. Sorprendentemente, en las manos de los siete han aparecido escudos e intuitivamente adoptan una formación de defensa. Escudo con escudo, protegiendo el flanco del compañero y formando en un círculo cerrado, avanzan despacio hasta llegar a un claro en el bosque donde se detienen. En las manos del líder aparece una red. Ha llegado el momento de comenzar de verdad la misión. Una alma destinada a ser rescatada ha de ser enviada a su verdadero lugar, pero para ello, primero debe ser... atrapada. Todos guardan silencio, sin casi respirar. Atentos a cualquier movimiento. Pasos a la derecha, a la izquierda. Silencio. El líder se concentra y agarra con fuerza la red con sus manos. Una rama partida a su espalda. Allí está. La red vuela. Cae.
Y atrapa al acechador.
Los demás rodean al invitado mientras se revuelve enredado en la red y grita desesperado.
—¡Calma! tranquilízate. No te haremos ningún daño.
A las palabras del líder reacciona con extrañeza y cesa en su forcejeo. No está acostumbrado a las palabras con sonido humano. Lleva mucho tiempo solo, sin escuchar a nadie excepto a los demonios y sus ideas malsanas copando su mente. Al quedarse quieto, todos pueden observar el aspecto deteriorado y deformado de su alma, completamente hundida sobre sí misma, oscura y agrietada.
—Es un alma hundida en el rencor, el miedo y la desconfianza, —interviene el sabio con sobrecogimiento y como en trance— llevó una vida difícil, llena de traiciones y abusos. Le fue muy complicado salir a delante.
—Me pasaron muchas cosas —acierta a balbucear el cazado, completamente sorprendido e inmóvil debajo de la red—, me hicieron mucho daño.
—Lo sabemos y por eso estamos aquí, —interviene el líder recordando el objetivo de su misión— has olvidado algo.
—¿El qué?
—Que perdonaste. En algún momento de tu vida perdonaste. Nosotros estamos aquí para recordártelo. De alguna forma los demonios han logrado obsesionarte con el mal que los demás te hicieron en la vida y has olvidado lo bueno que hubo en ella. Hubo paz, en algún momento recuperaste la paz porque Dios te concedió poder perdonar. Recuérdalo.
El atrapado pierde la vista en lo más profundo de su interior y comienza a sollozar. Las lágrimas caen por sus oscuras mejillas y la luz de su interior comienza a emerger.
—Sí —admite emocionado.
Su luz se hace más y más intensa y los siete se apartan de él, mientras se levanta desembarazándose de la red. La luz que desprende es ya tan intensa que ilumina el bosque entero, lo que provoca un sentimiento de alegría pero también de preocupación entre los misioneros, porque saben que esa luz es un reclamo para los demonios. De repente, el claro se ilumina todavía más y los árboles se agitan ante el aleteo celestial del arcángel Rafael que aterriza en busca del alma hallada. Parece que el tiempo y el espacio se detienen cuando Rafael tiende sus manos hacia la oveja perdida y encontrada.
—Ven conmigo.
Mientras Rafael invita al redimido a abandonarse en sus brazos un ruido espantoso comienza a oírse más allá del bosque pero creciendo en dirección a ellos. Son los demonios que alertados por la luz corren para evitar la fuga de su presa. El alma se acerca muy despacio hacia su salvador y los demonios cada vez se oyen más cerca. Rafael coge su mano mientras los demonios ya están aquí corriendo a cuatro patas como animales sedientos y feroces. Unos metros los separan pero en ese momento, el arcángel  abraza completamente al redimido y se eleva verticalmente de una forma vertiginosa mientras los demonios se lanzan, saltando unos encima de otros, hasta que uno, con un salto portentoso y apoyándose en los suyos, logra rozar con su zarpa el pie de Rafael.
Eso es todo lo que consiguen.
El ángel se pierde con su pasajero en el infinito de los cielos mientras los demonios caen desplomados sobre su infernal terreno. Aturdidos, enfadados y llenos de ira se yerguen sobre sus patas pero rápidamente reparan en un grupo de tenues luces que los observan aterrorizadas. Las siete almas reparan en que desprenden algo de luminosidad después de haber completado favorablemente su primera misión en el infierno y haber crecido en su fe, lo que en aquel momento no es precisamente muy conveniente. Entonces, el líder acierta desesperadamente a dar una orden clara y acertada a todas luces:
—¡Corred!



“Soportándoos unos a otros, y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros. Y por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el broche de la perfección" (‭Col ‭3‬, 13-14‬)





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