Sábado, 23 de noviembre de 2024

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San Juan Pablo II (15)

por Victor in vínculis

32. EL PAPA HA MUERTO
 
A las 21.37, nuestro Santo Padre ha regresado a la Casa del Padre”. Con estas palabras, rotas por el llanto, el arzobispo Leonardo Sandri, sustituto de la Secretaría de Estado, anunció el fallecimiento del Papa.
 
Eran las diez de la noche hora local. Le escuchaban más de 60.000 personas en la Plaza de San Pedro del Vaticano que acababan de rezar el Rosario por Juan Pablo II.
 
Inmediatamente, la muchedumbre conmovida entonó el Salve Regina y después siguió un largo aplauso. A continuación, el cardenal Angelo Sodano inició la oración del “De profundis" en latín e italiano. La mayoría de los fieles se pusieron de rodillas, muchos de ellos con lágrimas en los ojos.
 
A los pocos minutos repicaron a muerto las campanas de la Basílica de San Pedro.


 
El Beato Juan Pablo II recibió el calor y la oración de su gente hasta el último momento. La Plaza de San Pedro no se quedó vacía ni un segundo desde que el jueves se conocieron sus graves condiciones de salud. En la noche del viernes el ambiente de recogimiento dominó por horas en la conocida plaza, convirtiéndose en el último regalo que los fieles, en particular los jóvenes, ofrecieron a este Papa, que siguió la vigilia de oración plenamente consciente desde su cama.
 
Unas 130.000 personas se congregaron en la mañana del domingo 3 de abril de 2005 en la plaza de San Pedro del Vaticano y en la Vía de la Conciliación para participar en la misa de sufragio por Juan Pablo II presidida por el cardenal Angelo Sodano.
 
«En la vigilia del Domingo de la Divina Misericordia pasó el Ángel del Señor por el Palacio Apostólico Vaticano y le dijo a su siervo bueno y fiel: "entra en el gozo de tu Señor"», aseguró el purpurado italiano durante la homilía.
 
El cardenal dejó por momentos a un lado los papeles para tranquilizar a los presentes, informando que en su lecho de muerte el Papa vivió sus últimas horas en «una actitud de profunda serenidad». Grandes pantallas permitieron seguir la celebración, arrancando aplausos de los fieles cuando proyectaban imágenes de Juan Pablo II.
 
La celebración tuvo lugar en un clima de profundo recogimiento y conmoción, con participación de personas de los cinco continentes, aunque la mayoría de los presentes eran habitantes de la ciudad de Roma.
 
Durante más de 26 años, Juan Pablo II ha llevado a todas las plazas del mundo el Evangelio de la esperanza cristiana, enseñando a todos que nuestra muerte no es más que un paso hacia la patria del cielo…
 
Juan Pablo II, o más bien, Juan Pablo II el Grande, se convierte así en el heraldo de la civilización del amor. Concibiendo este término como una de las definiciones más bellas de la “civilización cristiana”. Sí, la civilización cristiana es civilización del amor, diferenciándose radicalmente de esas civilizaciones del odio que fueron propuestas por el nazismo y el comunismo”.


 
 

33. LAS PÁGINAS DE LA VIDA DE UN SANTO
 
El mes de abril de 2005 quedará siempre marcado en la historia de nuestras vidas, en lo íntimo de nuestros corazones. El final terrenal de Juan Pablo II, tras días de agonía seguida por los fieles con intensidad excepcional, nos llenó de profunda tristeza. Nos quedábamos huérfanos. Es un apabullante misterio.
 
Al conocer al nuevo Pontífice, nuestro Santo Padre Benedicto XVI, el querido Cardenal Ratzinger, nuestras gargantas gritaron con devoción y cariño: ¡Viva el Papa!, ¡Viva el Papa!... Y a la vez, otro gran misterio: su muerte provocó para nosotros el contar con un nuevo intercesor, aupado en el mismo dintel de la Puerta de los Cielos por aquellas tiernas viejecitas, Madre Teresa de Calcuta y Sor Lucía de Fátima. Allí están los tres, junto a la muchedumbre de los santos de la que nos habla el libro del Apocalipsis. Se asomarán desde la ventana de su morada en el Reino de los Cielos y nos bendecirán. Y así, desde ahora nuestra admiración se convierte en devoción.
 
El viento de aquella mañana del 8 de abril de 2005 terminó cerrando el Evangeliario colocado sobre el ataúd del Papa. Algún articulista se había preguntado: “¿Está el viento agitando las hojas del Evangelio o está pasando las páginas de la vida de un santo...?


 
En su testamento dejó escrito:
 
Deseo una vez más confiarme totalmente a la gracia del Señor. Él mismo decidirá cuándo y cómo tengo que terminar mi vida terrena y mi ministerio pastoral. En la vida y en la muerte Totus tuus con la Inmaculada”.
 
Ese día asistimos a un funeral excepcional, a un hecho mediático impresionante y sin precedentes. Millones de personas en Roma y en Polonia, y miles de millones de personas desde nuestros televisores. Nos convocaba nuevamente Su Santidad el Papa.
 
Nunca nos ocultó las implicaciones morales que comporta el bello programa de las Bienaventuranzas. La fuerza de su mensaje residió en su coherencia. Su rostro había sido tapado con un sencillo velo de seda blanco. Un rostro en cuyas facciones se esculpían los zarpazos de una agonía feroz. Un rostro macilento como un mapa que transparentase las geografías del Gólgota.
 
Ese rostro sufriente, como sus manos entrelazadas por un rosario, nos hablaban del final victorioso en la carrera de la vida. La vida eterna que vence a la muerte terrena. Y su cuerpo reposó en la austeridad de una caja de ciprés condecorada con el escudo de las únicas armas con las que siempre nos enseñó a vencer: la cruz de Cristo y el nombre de María. El Papa termina en su Testamento espiritual con estas palabras: Quiero decir a todos sólo una cosa: “Que Dios os recompense”.

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