Viernes, 22 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

522 beatificaciones


murieron perdonando, no odiando, sin que hubiese un solo caso de apostasía de su fe en Dios que es Amor, y de Jesucristo, Rey y Señor de todo y de todos

por Cardenal Antonio Cañizares

Opinión

Se aproxima el día 13 de octubre, día grande y dichoso de la beatificación de 522 mártires del siglo XX en España. El lugar elegido para la beatificación es Tarragona. Un lugar muy significativo porque, conforme a la tradición más segura, es donde vino y predicó el Evangelio San Pablo, y donde aconteció el martirio de los dos primeros mártires hispanos de la fe cristiana: San Fructuoso y San Augurio.

Damos gracias por esta inminente beatificación porque la sangre de los mártires, derramada como la de Cristo para confesar su nombre, manifiesta las maravillas de su poder. Estos mártires dieron su vida por Jesucristo como testimonio supremo de la verdad del Evangelio y de la fe. El martirio es un regalo de Dios preciosísimo que es preciso apreciar en todo su sentido. Es el supremo testimonio de la verdad de Dios y de la verdad del hombre. Es signo y prueba, diáfano testimonio, de que Dios es Dios, lo único necesario, que está por encima de todo y lo vale todo, que sólo Él basta, que Él es, en verdad, Amor, fuente inagotable y hontanar de todo amor. El martirio es testimonio valiente y cierto de que Cristo vive, reina y nos salva, y que su salvación, su vida y su amor valen más que todo, son el tesoro al que nada se le puede comparar. La Iglesia, y en concreto la Iglesia en España, agradecida hasta lo más, quiere y debe conservar y vivir la memoria de sus mártires de la persecución religiosa del siglo XX. Ellos han sido y son una fuerza de la fe cristiana vivida hasta el extremo del amor, testigos singulares de Dios vivo, que es Amor en la vida de los hombres; ellos son fuego, luz, renuncia a todos los egoísmos, espléndida manifestación de vida de entrega a Dios por las causas más nobles que puedan darse: la del amor sobre el odio, la del perdón sobre la venganza, la de la paz sobre la guerra, en definitiva, la del triunfo de Cristo en la sociedad. Conservar y vivir la memoria de los mártires es un deber del cristiano.

Cuando estamos próximos a estas beatificaciones el corazón se ensancha, y se siente el gozo inmenso de tener como madre a la santa Iglesia: ¡qué Iglesia es ésta! ¡Qué Madre tan fecunda, que, en cualquier momento de la historia, engendra estos hijos! ¡Qué fuerza lleva dentro de sí la Iglesia del Señor para ser tan perfectamente capaz de realizar esto: el que tantos hijos suyos amen al Señor y al depósito de la fe que la Iglesia custodia, hasta derramar su sangre! Hay un aspecto inolvidable en los mártires, en nuestros mártires, «bienaventurados porque trabajaron por la paz». Nuestros mártires, en efecto, «son insignes colaboradores de la paz. Porque, en todo momento, ellos han servido, antes con su apostolado, y después con esa generosidad con que se entregaron a la grandeza de la convivencia humana: porque murieron perdonando, no odiando, sin que hubiese un solo caso de apostasía de su fe en Dios que es Amor, y de Jesucristo, Rey y Señor de todo y de todos. Ellos han sido, y son, para todos ejemplos innegables y conmovedores de personas con entrañas de amor y de misericordia, capaces de perdonar y morir perdonando como hizo su único Señor, Jesucristo. Ellos son hoy y serán siempre memoria viva, llamada y signo, garantía de una honda y verdadera reconciliación, que nos marca definitivamente el futuro: un futuro de paz, de solidaridad, de amor y de unidad inquebrantable entre todos los españoles.

Ellos son de todos y para todos: no son ni representan a ningún bando o facción. ¿Cómo no vamos a unirnos al gozo grande de su beatificación el 13 de octubre, y tenerlos dentro de nosotros en esa memoria agradecida que no los puede olvidar porque su entrega y su testimonio son la garantía más cierta de un futuro permanente de paz, de perdón, de amor y unidad entre todos los españoles, porque el futuro está en Dios, del que son testigos, de Dios que es amor y misericordia, que nos ha reconciliado y perdonado en su Hijo por su sangre, y ha derribado los muros de la separación que eleva el odio y la violencia? Porque con estas beatificaciones, la Iglesia también quiere promover la unión de todos, porque ellos también la promovieron. No odiaron, perdonaron. Ellos no tenían en la mano los resortes del poder, pero trabajaron para unir y para crear las bases de entendimiento entre unos y otros. Y cuando les llegó la hora suprema de la verdad, en que había de testificar, como testificaron ellos, su amor a Jesucristo, y, con el pecho y el corazón traspasados, demostraron con hechos más que con palabras, que seguían amando y perdonando. ¡Qué páginas tan bellas de amor, de perdón, de reconciliación, nos dejaron todos nuestros mártires! Su muerte fue testimonio diáfano de Dios, que es Amor y perdona siempre, y concede el triunfo de la gloria donde permanecerá el Amor. Con la beatificación de estos mártires, testigos en grado máximo de la fe cristiana, se sella y casi finaliza, en España, –precisamente en Tarragona, asociada a la fe que constituye la base y el cimiento de los pueblos de España– el Año de la Fe, convocado para fortalecer nuestra fe, que es la más rica y la mejor herencia que nos han legado nuestros antepasados.

Nuestros mártires son aliento, estímulo e intercesión, ayuda y auxilio para nosotros, para que demos testimonio público de fe en Dios vivo en un mundo que vive a sus espaldas y como si no existiera, y por tanto, contra el hombre y su futuro, para una verdadera convivencia en paz y justicia, en la verdad y en el amor, en libertad verdadera fruto del amor en que se expresa la verdad. Acudimos a la intercesión de nuestros mártires y seguimos con esperanza la estela que ellos nos han dejado –el testimonio y confesión de fe en Dios, que es amor– para alcanzar las verdaderas metas de humanidad y de paz que necesitamos en estos delicados momentos.

© La Razón
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