Del canon de los escritos del Nuevo Testamento y su formación
por En cuerpo y alma
A lo que damos en llamar “libros canónicos del Nuevo Testamento” está compuesto por veintisiete textos, a saber:
- Los cuatro Evangelios, esto es, San Mateo, San Marcos, San Lucas y San Juan.
- Los Hechos de los Apóstoles de San Lucas.
- Las catorce Cartas de San Pablo: Romanos, Primera a los Corintios, Segunda a los Corintios, Gálatas, Efesios, Filipenses, Colosenses, Primera a los Tesalonicenses, Segunda a los Tesalonicenses, Primera a Timoteo, Segunda a Timoteo, Tito, Filemón y Hebreos.
- Las siete Cartas Católicas a saber, dos de San Pedro, tres de San Juan, una de Santiago y una de San Judas.
- El Apocalipsis de San Juan.
Todavía entre los textos canónicos tiende a realizarse una nueva clasificación: la que diferenciaría entre textos deuterocanónicos y textos protocanónicos.
Son los textos deuterocanónicos (del griego deutero=nuevo, y canónicos) la Epístola de Pablo a los Hebreos, la Epístola de Santiago, la Segunda de Pedro, la Segunda y la Tercera de Juan, la Epistola de Judas y el Apocalipsis, cuya autoría, que no su contenido, es menos clara para la Iglesia.
Son los textos protocanónicos (del griego protos=primero y canónicos), todos los demás, en realidad los mejor conocidos por los cristianos, a saber los cuatro Evangelios, los Hechos de los Apóstoles, y todas las Cartas de Pablo menos Hebreos.
Dos hechos caracterizan la relación de estos textos con la primera comunidad cristiana. Primero, que probablemente hasta el s. III los del Nuevo Testamento no superan en importancia a los del Antiguo. Segundo, que no eran de hecho los únicos, es decir, que existía verdadera profusión de escritos que narraban el ministerio y la pasión de Jesucristo, hasta el punto de que cada una de las iglesias locales sentía predilección por uno diferente. Bien revelador a estos efectos, es el comienzo del Evangelio de Lucas, donde leemos:
“Puesto que muchos han intentado narrar ordenadamente las cosas que se han verificado entre nosotros [...]” (Lc. 1, 1).
Ante tal profusión de obras, ante los diferentes contenidos que cada texto aporta, y con la aparición de las primeras herejías y la amenaza de ruptura del tronco común, empieza a tomar cuerpo hacia mediados del s. II, la idea de seleccionar una serie de textos considerados los verdaderos. Curioso que el primer planteamiento en este sentido, parta de un Marción cuyas propuestas acaban tenidas por heréticas, el cual propone un corpus compuesto de un Evangelio, el de Lucas, amputado de sus “impurezas” judaicas, y un Apostólico, compuesto por una colección de epístolas paulinas.
El Canon de Muratori, al que dedicaremos una entrada en un próximo futuro, desglosa el conjunto de libros que la Iglesia da por canónicos en torno al año 180, recogiendo los cuatro evangelios clásicos, los Hechos de los Apóstoles y trece epístolas paulinas, es decir, el núcleo duro de lo que ha llegado a nuestros días como canon.
Entre estos primeros cánones, ajenos todavía a la jerarquía eclesiástica, se pueden citar los concedidos para Africa (359), para Frigia (363), para Egipto (367) y también el otorgado por el Concilio de Cartago (397).
El Papa San Gelasio I (492-496) marca un punto de no retorno en lo relativo a la fijación de un canon, al firmar el primer decreto papal que diferencia entre textos canónicos y textos apócrifos, entre lecturas recomendadas y lecturas heréticas. Y el Concilio de Trento (15451563), en el Decreto sobre las Escrituras canónicas, de 8 de abril de 1546, menciona los veintisiete textos del Nuevo Testamento que los católicos deben dar por canónicos.
©L.A.
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