Sábado, 23 de noviembre de 2024

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Evasión, adicción

por Hablemos de Dios

        La conciencia de la crisis profunda en la que vivimos acentúa el deseo del hombre de evadirse, de escapar, de esconderse en alguna parte donde no se oiga el grito de angustia de una sociedad que se muere de infelicidad. En realidad ha sido un comportamiento común en el hombre. Los jóvenes que han crecido en ambientes familiares violentos, los que no se sienten queridos o aceptados, los que sufren una fracaso afectivo, matrimonial o profesional, tienen la tendencia a refugiarse en el alcohol o, en tiempos más recientes, en las drogas duras o blandas.

                Hoy en día la postmodernidad, la exaltación de las libertades, el relativismo moral y la revolución tecnológica han catapultado las adicciones a cifras estratosféricas. En primer lugar, lo que hace algunas pocas décadas constituía el problema de una minoría casi marginal, ahora es algo cotidiano. Muchas personas de edad podrían contar con los dedos de una mano las veces que se han emborrachado. Otras reconocerán sin rubor que nunca probaron ningún tipo de droga o que nunca se emborracharon. Para la mayoría de ellos es incomprensible que un porcentaje no despreciable de los jóvenes de hoy no conciban un fin de semana sin alcohol y drogas, a veces en cantidades muy considerables, por lo que serían incapaces de contar las veces que han perdido el control. Muchos de ellos se convierten en adictos.

            Es de sobra conocido que en muchos ambientes del primer mundo, personas “respetables”, profesionales de éxito, gente con dinero y responsabilidades no pequeñas, consumen habitualmente cocaína y otras drogas más sofisticadas. ¡Qué decir del ejemplo de los famosos, de cuyos desenfrenos nos tienen siempre al día las revistas del género! Ni que decir tiene que se considera normal emborracharse en cualquier tipo de “reunión” entre amigos.

                Ya hace años que la omnipresente televisión se convirtió en el vicio que separaba los miembros de la familia. Al principio los mantenía al menos reunidos en torno a la “caja tonta”, aunque condenados al silencio o a la ausencia de una comunicación eficaz. Después invadió los dormitorios, cocinas y demás habitaciones, para no dejar casi ningún espacio a la convivencia. Pero donde el vicio está alcanzando dimensiones universales, como un diluvio que todo lo empapa, es en el mundo virtual. Aquí ya no se respeta edad ni condición social. Primero fueron los videojuegos, después llegó internet con los chats y los foros, ahora son las comunidades virtuales o redes sociales, donde se comunica al mundo desde lo más superficial e insignificante: “¡Qué lo sepan todos, me estoy rascando la nariz, me pondré los zapatos rojos y comeré garbanzos con chorizo!” hasta las intimidades más inconfesables.

        No es desdeñable la importancia de la comunicación inmediata (en tiempo real) de asuntos importantes y noticias de interés, como también la facilidad de permanecer en contacto con las personas queridas. Pero también es cierto que niños, jóvenes y adultos de todas las edades están encerrándose, escondiéndose y dejándose engullir por un mundo irreal que los conduce a una evasión de la realidad, que en muchos casos asume rasgos típicos de hábito compulsivo y destructivo. Y creo que tenemos que hacer algo antes de que sea tarde.

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