Lunes, 23 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

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Una sensacional fotografía de la pasión de Cristo

por Lolo, periodista santo

‘Si no lo veo, no lo creo…’

El refrán es bastante frecuente, o como admiración ante un hecho difícil de explicar, o como una postura de escepticismo ante cualquier cosa que va ‘contra corriente’. Muchas veces el antagonismo que se presenta entre fe y razón, o entre razón y fe, puede parecer que es una postura explicable; pero  Dios es el ‘autor’ de la fe y de la ciencia, no puede haber contradicción entre ambas. Benedicto XVI ha dado claro empuje a esta idea.

Lozano Garrido en este artículo, escrito ya en 1955, plantea esa no contradicción entre fe y razón. El tema concreto de la sábana santa ha sido con posterioridad a esa fecha más y más estudiado. Pero la presentación del tema que hace Lozano Garrido y el modo de exponerlo con sencillez y a la vez con rigor, es una buena prueba de sus conocimientos y de ese subyacer de la ‘concordia’ entre la fe y la ciencia.

Una sensacional fotografía de la pasión de Cristo 1

Así consideran la ciencia y la tradición al Santo Sudario de Turín

Manuel Lozano Garrido
Semanario Signo nº 795; 9 abril 1955

Dice San Lucas, y confirman los otros dos evangelistas sinópticos que “José de Arimatea, comprada una sábana (sindon), bajó a Jesús de la Cruz, lo envolvió en la sábana y le puso en un sepulcro abierto en una peña”. (Mac. 15,46)

Después de la memorable mañana de Resurrección, sobre el Santo Sudario pesa un silencio de doce siglos de difícil documentación. No obstante, la creencia de entonces estaba acorde en su existencia y autenticidad. En 1206 aparece ya claramente en el saqueo de Bizancio, de donde es salvada por Othon de la Roche. Esta vicisitud no es sino una de las múltiples a que se había de ver sometida. Su huella vuelve a asomar y perderse de nuevo en Besaçon. Luego sufre un nuevo extravío. En 1360 está en Troyes, y después, en San Hipólito, Chimay, la abadía de Lirey y Chambery, donde descansó. Precisamente es aquí donde atraviesa su mayor peligro de destrucción: un incendio que llegó a afectarle parcialmente y que las monjas que la custodiaban repararon con más voluntad que acierto. Finalmente, la casa de Saboya, propietaria del Sudario, lo llevó a Turín, donde descansa, y sólo cada treinta años es sacado a la veneración pública, circunstancia que se utiliza para las peregrinaciones y la experimentación de los estudiosos.

LA SÁBANA

Examinado someramente el lienzo, se ve que es una tira de finísimo lino amarillento, ligeramente uniforme, de 1,10 metros de ancho por 4,36 de longitud.

Dividiendo el paño idealmente en dos trozos, aparecen en su superficie sendas figuras de un cuerpo humano de patente perfección anatómica, estampadas por su parte anterior y posterior respectivamente, y colocadas en opuestas direcciones, o sea, próximas las imágenes de la cabeza y a la mayor distancia las de los pies. Esta orientación se aclara si tenemos en cuenta el modo de amortajar de los judíos. En efecto, ellos solían utilizar un lienzo estrecho, pero de doble longitud a la de una persona, y en una de sus mitades colocaban el cuerpo en decúbito  supino, con los pies hacia el extremo y la cabeza al centro. Después, plegaban la tela por encima del cráneo y cubrían el resto del organismo por su parte anterior. Así se explican las dos direcciones y las imágenes distintas.

Aparentemente, la impresión es algo confusa, y en ella figuran manchas de dos tonalidades: las unas, que dan el contorno, más abundantes y uniformes, de un claro color sepia; las otras, más localizadas, de un tono malvarrosa o carmín malva, según Vignón, corresponden a la sangre.

El cuerpo tiene sobre el pubis las dos manos superpuestas y presenta señales de haber sido sometido a una intensa flagelación previa, así como a otros tormentos, tales como la de ceñirle cráneo y frente con un casco de púas agudísimas, la clásica crucifixión romana de pies y manos y una amplía hendidura en su costado superior derecho.

Todas estas circunstancias, de tan portentosas coincidencias con el drama del Calvario, unidas al asentimiento de la tradición, movieron a los fieles a identificar el sudario turinés con aquella otra síndone que citan los evangelistas en el relato de la trágica tarde del Viernes Santo. El año 1898 vino pronto a dar espaldarazo al presentimiento popular.

PRIMERA FOTO

Cuando en 1898 se celebró en Turín una Exposición de arte sa grado, la primavera quemaba en las piedras de la catedral la opulenta teoría de los oros latinos. Coincidiendo con la manifestación sacra se cumplía también el plazo marcado para la veneración de la Sábana Santa, y las gentes acudieron en esta ocasión con una nueva curiosidad.

Por primera vez coincidía la Exposición con el desarrollo de un reciente invento -la fotografía-, cuyas posibilidades de difusión se quería utilizar para la Sábana Santa.

Para alcanzar la altura del Sudario fue preciso utilizar un montaje especial, y por la tonalidad amarillenta del lienzo, que dificultaba una imagen nítida, hubo que utilizar también ciertas precauciones técnicas. Al fin, un fotógrafo especial tiró la primera placa, que hubo de repetir por la duda de su impresión. Todas estas operaciones se llevaron a cabo en medio de una gran emoción.

Sin embargo, la mayor sensación no se produjo en el templo, sino después, en el laboratorio de revelado.

Conocido es el proceso que en él se sigue para la obtención de la imagen. Bañada la placa original en una solución de carbonato, bromuro y otros compuestos se logra una figura opuesta, en la que lo que era blanco o negro en un principio aparece invertido. Esta transformación inicial acaba en lo que comúnmente llamamos “clisé” o estampa negativa, de la que después se extrae la imagen última. Pues bien; una vez desecado, al examinar el negativo del sudario se vió con sorpresa que lo revelado no era sino una clara y asombrosa imagen “directa” del divino Cristo crucificado, y en ella aparecían todas la huellas materiales consecuentes al suplicio del Gólgota. La lámina era tan impresionante que no daba lugar a dudas. Por otra parte, el resultado idéntico de otras placas solventaba todo conato de polémica. Las preguntas surgieron incontenibles: ¿Qué explicación se podía dar al fenómeno? ¿A qué obedecía la impresión negativa del lienzo?

LA CIENCIA ACLARA

Fue aquí donde por segunda vez tendió su mano la técnica. Su razonamiento era muy sencillo. Consecuencia de los tormentos, durante la Pasión se produjo en Jesucristo un proceso febril de copiosa sudoración, en la que naturalmente, abundaba la urea. En la fermentación posterior consiguiente, la urea desprendió sales amoniacales que, actuando sobre áloe en que se impregnaban los lienzos utilizados  como sudarios, produjeron la coloración sepia que caracteriza a la Santa Sindone. La transformación, por lo tanto, no se realizaba por contacto, sino indirectamente, por la vaporización, y aquí radica la clave del fenómeno negativo.

Asimismo, como el lienzo, por la circunstancia de plegarse sobre la cabeza, estaba más próximo a la parte superior, se explica que la tonalidad sea más intensa en cráneo y tórax que, por ejemplo, en los píes, más holgados y de menos ligadura.

Lo curioso es que una permanencia  fugaz del cadáver no podía matizar el lienzo y, por el contrario, cuando este contacto sobrepasaba los cuatro días, se ocasionaba una impregnación excesiva que reducía la figura a un manchón informe. Sólo en Jesucristo se dio está coyuntura. El Evangelio es bien explícito al caso: “Jesús habiendo resucitado de mañana, el primer día de la semana” (Mac. 16, 9).

Pero también el fenómeno químico dejaba de producirse si el cuerpo había sido untado o embalsamado previamente, características que no se dieron en el Redentor, que por la inminencia del sábado hubo de ser sepultado de un modo provisional, demorando la operación para el domingo, en que resucitó (Luc. 23, 56.)

Si la impresión del organismo sobre el paño se verifica, no al roce, sino por vaporización, el contacto de la tela con la sangre de las heridas, reblandecida por los vapores, dejaba una nueva mancha, ésta, sí, de estampación directa.

Existían, pues, dos fenómenos de grabación: negativo el uno (transpiración de sales amoniacales), positivo el otro (unión de sangre y tela), Cabalmente, en la reliquia sucede de las dos formas; el color sepia da la imagen negativa de Jesús; la colocación malvarrosa es la impresión positiva de la sangre. Así aparecen también en la versión fotográfica.

UN RACIONALISTA CERTIFICA

Posibles objeciones han caído por su base a la hora de verificarlas. Se habló, por ejemplo, de la posibilidad de que, fuera una pintura maestra. La hipótesis queda derogada por dos razones. Primera: Utilizada la lente, no aparecen rasgos de pinceladas y sí de manchas. Segunda: Supone un conocimiento prodigioso de la anatomía, más dificultado aún por su situación negativa. Los descubrimientos anatómicos se hicieron en el Renacimiento, y la existencia de la Síndone se remonta, cuando menos, al medievo, en que se ignoraba la especialidad.

Todas las aplicaciones que a ella se hacen de la ciencia moderna, no hacen sino sumarse a la autenticidad de la sagrada reliquia. Así, por ejemplo, la arqueología ha dictaminado que las huellas de la flagelación coinciden con las que dejaban los característicos flagelos romanos, y que el tejido del lienzo es contemporáneo al martirio de Jesús. El examen médico legal está de acuerdo en la propiedad anatómica y en que la impresión corresponde a un organismo que hubiera sido sometido a los mismos sufrimientos de Jesucristo. Sumemos la comprobación fotográfica, el examen químico y el dictado artístico y se ratificará la importancia del lienzo turinés.

Aún cabe esperar nuevas aplicaciones. Así, la radiactividad (el reloj para atrás), que puede fijar el año de procedencia; los rayos X, el espectroscopio, la luz ultravioleta. De todas formas, lo hasta ahora logrado es ya suficiente para que un científico como Ives Delage, racionalista afirme en una comunicación a la Academia de Ciencias de París: “Se trata de un retrato de hombre, y este hombre es Jesucristo”.

LA PASIÓN, EN LA SÁBANA

Es edificante hacer un recorrido de la Pasión a través del Santo Sudario.

La mayoría de los tratadistas están de acuerdo en que Cristo debería haber muerto en la flagelación: tan intenso fue el sufrimiento. Que lo superara, sólo cabe por su voluntad de padecer. Todo el cuerpo, desde el cuello hasta los pies, presenta los estigmas de un castigo sin precedentes. Por las huellas, se hace infinito el número de azotes, pues todos los desgarramientos llegan casi a unificarse en una tremenda úlcera. En cada uno de ellos se aprecian los impactos de dos huesos o bolitas de plomo en que terminaban los trozos de correas o azotes.

Las señales de la coronación demuestran también la terrible laceración de las púas, más aún cuando se ve que no se realizó como nos la presenta comúnmente la iconografía, sino como apuntan muchos exegetas, entre ellos Ricciotti, o sea en forma de casco, que afectaba a toda la superficie craneana.

Las revelaciones más interesantes son las de la crucifixión de manos y pies. En la única mano en que aparece distintamente la llaga, ya que la otra está parcialmente oculta por la superposición de la izquierda, se ve que el taladro no se hizo en las palmas de las manos, sino en su parte superior, o carpo, ya en la muñeca. Los experimentos que posteriormente se han hecho sobre cadáveres demuestran la poca consistencia de las palmas y su incapacidad para sostener todo el peso del organismo. El doctor Barbet, que ha llevado hasta sus últimas consecuencias la tarea, aporta la existencia de un hueco ideal en el carpo, el llamado espacio de Destot, que debían de conocer los verdugos. En él se hizo la perforación, respetando, a su vez, las palabras de las Escrituras: “No le quebraréis ni un hueso” (Juan, 19, 36), La situación especial de las extremidades inferiores, así como la distinta intensidad en el manchado, dan a entender que para la perforación de los pies fue utilizado un solo clavo, de acuerdo con el concepto tradicional.

La llaga del costado aparece en el lado derecho, entre la sexta costilla y el quinto espacio intercostal. El doctor Barbet experimentó que dirigiendo oblicuamente la lanzada hacía el corazón se llega a la aurícula derecha, que en los cadáveres, y Jesús lo estaba, está llena de sangre. Al mismo tiempo debe brotar con ella una serosidad que procede del pericardio y que cabalmente es el agua que vio San Juan. En el Sudario se aprecia el derrame, que se extiende por la parte atrás de la cintura.

También merece reseñarse la depresión existente sobre el epigastrio, que denuncia la rigidez de los músculos del tórax, síntoma de la probable y dolorosa muerte por asfixia que acarrea la tetania.

La idea que deja la contemplación de la fisonomía retratada es la de un cuerpo armonioso, bien musculado y de estatura más bien alta, 1,80 aproximadamente. Pero lo más impresionante es la visión del rostro, que en medio de la severidad consiguiente a un suplicio incalificable respira esa paz divina de la que Cristo dio ejemplo durante treinta y tres años; esa serenidad que prueba el cumplimiento de una voluntad superior aun en el momento más doloroso por que atravesara hombre alguno.

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[1] En fechas posteriores se publica este artículo con algunas variaciones, que le hacen más breve, en Diario Jaén, Cruzada, y Prensa asociada.
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