BXVI: el hombre de las paradojas
Su audición se había resentido; por el ojo izquierdo ya no veía bien; el cuerpo encorvado. No parecía enfermo, pero el cansancio se había apoderado de toda su persona, cuerpo y alma, ya no se podía ignorar.
por Peter Seewald
Nuestro último encuentro se remonta a hace unas diez semanas. El Papa me recibió en el Palacio Apostólico para continuar con nuestros coloquios orientados a trabajar sobre su biografía. Su audición se había resentido; por el ojo izquierdo ya no veía bien; el cuerpo encorvado. Se le veía muy delicado, aún más amable y humilde, y totalmente reservado. No parecía enfermo, pero el cansancio se había apoderado de toda su persona, cuerpo y alma, ya no se podía ignorar.
Hablamos de cuando desertó del ejército de Hitler, de su relación con sus padres, de los discos con los que aprendía idiomas, de los años fundamentales en el «Mons doctus», en Frisinga, donde desde hace mil años las elites espirituales del país son introducidas en los misterios de la fe. Aquí dio sus primeras predicaciones ante una público escolar, como párroco acompañó a los estudiantes y en el frío confesionario del Duomo escuchó las penas de la gente. En agosto, durante un coloquio de hora y media en Castel Gandolfo, le pregunté cómo le había afectado el caso Vatileaks. "No me dejo llevar por una suerte de desesperación o dolor universal -me respondió-, simplemente me parece incomprensible. Incluso considerando a la persona (Paolo Gabriele, ndr ), no entiende qué podemos esperar. No consigo penetrar en su psicología". Sin embargo, sostenía que ese caso no le había hecho perder el norte ni le había hecho sentir la fatiga que supone su papel, "porque siempre puede suceder". Lo importante para él era que en el desarrollo del caso "se garantice en el Vaticano la independencia de la justicia, que el monarca no diga: ¡ahora yo me hago cargo!".
Nunca le había visto tan exhausto, casi postrado. Con las últimas fuerzas que le quedaban llevó a término el tercer volumen de su obra sobre Jesús, "mi último libro", me dijo con una mirada triste cuando nos despedimos. Joseph Ratzinger es un hombre inquebrantable, una persona siempre capaz de recuperarse rápidamente. Mientras dos años atrás, a pesar de los primeros achaques propios de su edad, parecía aún ágil, casi joven, ahora percibía cada bandeja que llegaba a su escritorio de parte de la Secretaría del Estado como un golpe.
"¿Qué debemos esperar aún de Su Santidad, de Su pontificado?", le pregunté. "¿De mí? De mí, no mucho. Soy un hombre anciano y las fuerzas me abandonan. Creo que basta lo que he hecho". ¿Piensa en retirarse? "Depende de lo que me impongan mis energías físicas". Ese mismo mes escribió a uno de sus doctorandos que el siguiente encuentro sería el último.
Llovía en Roma, en noviembre de 1992, cuando nos encontramos por primera vez en el Palacio de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Su apretón de manos no era de esos que te rompen los dedos, su voz era del todo insólita para un «panzerkardinal», leve, delicada. Me gustaba cómo hablaba de las cuestiones pequeñas, y sobre todo de las grandes; cuando ponía en discusión nuestro concepto de progreso e invitaba a reflexionar sobre si verdaderamente se podía medir la felicidad del hombre en función del producto interior bruto.
Los años le pusieron duramente a prueba. Se le describió como perseguidor mientras que era perseguido, el chivo expiatorio al que cargar con todas las injusticias, el "gran inquisidor" por antonomasia, una definición tan adecuada como la de equiparar gato con liebre. Sin embargo, nunca nadie le oyó quejarse. Nadie ha oído salir de su boca una mala palabra, un comentario negativo sobre otras personas, ni siquiera sobre Hans Küng.
Cuatro años después pasamos juntos muchas jornadas para hablar del proyecto de un libro sobre la fe, la Iglesia, el celibato, el insomnio. Mi interlocutor no daba paseos por la sala, como suelen hacer los profesores. No había en él la más mínima huella de vanidad ni de presunción. Me impresionó su superioridad, su pensamiento no salía al paso de los tiempos y me sorprendió en cierto modo oír respuestas pertinentes a los problemas de nuestra época, aparentemente casi irresolubles, tomadas del gran tesoro de la revelación, de la inspiración de los padres de la Iglesia y de las reflexiones de aquel guardián de la fe que tenía sentado ante mí. Un pensador radical -esa fue la impresión que me causó- y un creyente radical que sin embargo en la radicalidad de su fe no agarra la espada sino otra arma mucho más potente: la fuerza de la humildad, de la sencillez y del amor.
Joseph Ratzinger es el hombre de las paradojas. Lenguaje suave, voz fuerte. Mansedumbre y rigor. Piensa en grande pero presta atención al detalle. Encarna una nueva inteligencia al reconocer y revelar los misterios de la fe, es un teólogo pero defiende la fe del pueblo contra la religión de los profesores, fría como ceniza.
Del mismo modo que él mismo era equilibrado, así era su modo de enseñar; con la ligereza que le era propia, con su elegancia, su capacidad de penetración, que hacía ligero lo que era serio, sin privarlo del misterio ni banalizar su sacralidad. Un pensador que reza, para quien los misterios de Cristo representan la realidad determinante de la creación y de la historia del mundo, un amante del hombre que ante la pregunta sobre cuántos caminos llevan a Dios no tenía que reflexionar mucho para responder: "Tantos como hombres hay".
Es el pequeño Papa que con su lápiz ha escrito grandes obras. Nadie antes que él, el mayor teólogo alemán de todos los tiempos, ha dejado al pueblo de Dios durante su Pontificado una obra tan imponente sobre Jesús ni ha redactado una cristología. Los críticos sostienes que su elección ha sido un error. La verdad es que no había otra opción. Ratzinger nunca buscó el poder. Se sustrajo al juego de las intrigas en el Vaticano. Siempre llevó una vida modesta de monje, el lujo le resultaba extraño y un ambiente con un confort superior al estrictamente necesario le resultaba completamente indiferente.
Pero vayamos a las pequeñas cosas, a menudo más elocuentes que las grandes declaraciones, los congresos o los programas. Me gustaba su estilo pontificio, que su primer acto fuera una carta a la comunidad hebrea, que retirara la tiara de su escudo, símbolo del poder terreno de la Iglesia; que en los sínodos de los obispos invitase también a hablar a los invitados de otras religiones -otra novedad.
Con Benedicto XVI, por primera vez, el hombre de arriba ha participado en el debate, sin hablar de arriba abajo sino introduciendo esa colegialidad por la cual luchó en el Concilio. Corregidme, decía, cuando presentaba su libro sobre Jesús, que no quería anunciar como un dogma ni colocar el sello de la máxima autoridad. La abolición del besamanos fue la más difícil de llevar a cabo. Una vez tomó del brazo a un antiguo alumno que se inclinó para besarle el anillo y le dijo: "Comportémonos normalmente". Tantas primeras veces. Por primera vez un Papa visitó una sinagoga alemana. Por primera vez un Papa visitó el monasterio de Martin Lutero, un acto histórico sin igual.
Ratzinger es un hombre de la tradición, se confía voluntariamente a lo que está consolidado, pero sabe distinguir lo que es verdaderamente eterno de lo que es válido sólo para la época en que emerge. Y si es necesario, como en el caso de la misa tridentina, añade lo viejo a lo nuevo, porque estando juntos no reducen el espacio litúrgico, sino que lo amplían.
No lo ha hecho todo bien, ha admitido errores, incluso aquellos (como el escándalo Williamson) de los que no tenía ninguna responsabilidad. Ningún fracaso le ha hecho sufrir más que el de sus sacerdotes, aunque ya como prefecto tomó las medidas que le permitieran descubrir los terribles abusos y castigar a los culpables. Benedicto XVI se va, pero su herencia se queda.
El sucesor de este humilde Papa de la era moderna seguirá sus pasos. Será uno con otro carisma, con otro estilo, pero con la misma misión: no incentivar las fuerzas centrífugas sino aquello que mantenga unido el patrimonio de la fe, que infunda coraje, que anuncie un mensaje y dé un auténtico testimonio. No es casual que el Papa saliente haya elegido el Miércoles de Ceniza para su última gran liturgia. Mirad, parece querer decir, era aquí adonde os quería llevar desde el principio, este es el camino. Desintoxicaos, serenaos, liberaos de la zozobra, no os dejéis devorar por el espíritu del tiempo, no perdáis el tiempo, desecularizáos.
Aligerar la carga para aumentar el peso es el programa de la Iglesia del futuro. Privarse de la grasa para ganar vitalidad, frescura espiritual, no como una última inspiración o fascinación. Belleza, atractivo, en el fondo también fuerza, para hacer frente a una tarea que se ha hecho tan difícil. "Convertíos", dice usando las palabras de la Biblia al marcar la frente de los cardenales y abades con las cenizas, "y creed en el Evangelio". "¿Usted es el final de lo viejo -pregunté al Papa en nuestro último encuentro- o el inicio de lo nuevo?". La respuesta fue: "Las dos cosas".
Hablamos de cuando desertó del ejército de Hitler, de su relación con sus padres, de los discos con los que aprendía idiomas, de los años fundamentales en el «Mons doctus», en Frisinga, donde desde hace mil años las elites espirituales del país son introducidas en los misterios de la fe. Aquí dio sus primeras predicaciones ante una público escolar, como párroco acompañó a los estudiantes y en el frío confesionario del Duomo escuchó las penas de la gente. En agosto, durante un coloquio de hora y media en Castel Gandolfo, le pregunté cómo le había afectado el caso Vatileaks. "No me dejo llevar por una suerte de desesperación o dolor universal -me respondió-, simplemente me parece incomprensible. Incluso considerando a la persona (Paolo Gabriele, ndr ), no entiende qué podemos esperar. No consigo penetrar en su psicología". Sin embargo, sostenía que ese caso no le había hecho perder el norte ni le había hecho sentir la fatiga que supone su papel, "porque siempre puede suceder". Lo importante para él era que en el desarrollo del caso "se garantice en el Vaticano la independencia de la justicia, que el monarca no diga: ¡ahora yo me hago cargo!".
Nunca le había visto tan exhausto, casi postrado. Con las últimas fuerzas que le quedaban llevó a término el tercer volumen de su obra sobre Jesús, "mi último libro", me dijo con una mirada triste cuando nos despedimos. Joseph Ratzinger es un hombre inquebrantable, una persona siempre capaz de recuperarse rápidamente. Mientras dos años atrás, a pesar de los primeros achaques propios de su edad, parecía aún ágil, casi joven, ahora percibía cada bandeja que llegaba a su escritorio de parte de la Secretaría del Estado como un golpe.
"¿Qué debemos esperar aún de Su Santidad, de Su pontificado?", le pregunté. "¿De mí? De mí, no mucho. Soy un hombre anciano y las fuerzas me abandonan. Creo que basta lo que he hecho". ¿Piensa en retirarse? "Depende de lo que me impongan mis energías físicas". Ese mismo mes escribió a uno de sus doctorandos que el siguiente encuentro sería el último.
Llovía en Roma, en noviembre de 1992, cuando nos encontramos por primera vez en el Palacio de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Su apretón de manos no era de esos que te rompen los dedos, su voz era del todo insólita para un «panzerkardinal», leve, delicada. Me gustaba cómo hablaba de las cuestiones pequeñas, y sobre todo de las grandes; cuando ponía en discusión nuestro concepto de progreso e invitaba a reflexionar sobre si verdaderamente se podía medir la felicidad del hombre en función del producto interior bruto.
Los años le pusieron duramente a prueba. Se le describió como perseguidor mientras que era perseguido, el chivo expiatorio al que cargar con todas las injusticias, el "gran inquisidor" por antonomasia, una definición tan adecuada como la de equiparar gato con liebre. Sin embargo, nunca nadie le oyó quejarse. Nadie ha oído salir de su boca una mala palabra, un comentario negativo sobre otras personas, ni siquiera sobre Hans Küng.
Cuatro años después pasamos juntos muchas jornadas para hablar del proyecto de un libro sobre la fe, la Iglesia, el celibato, el insomnio. Mi interlocutor no daba paseos por la sala, como suelen hacer los profesores. No había en él la más mínima huella de vanidad ni de presunción. Me impresionó su superioridad, su pensamiento no salía al paso de los tiempos y me sorprendió en cierto modo oír respuestas pertinentes a los problemas de nuestra época, aparentemente casi irresolubles, tomadas del gran tesoro de la revelación, de la inspiración de los padres de la Iglesia y de las reflexiones de aquel guardián de la fe que tenía sentado ante mí. Un pensador radical -esa fue la impresión que me causó- y un creyente radical que sin embargo en la radicalidad de su fe no agarra la espada sino otra arma mucho más potente: la fuerza de la humildad, de la sencillez y del amor.
Joseph Ratzinger es el hombre de las paradojas. Lenguaje suave, voz fuerte. Mansedumbre y rigor. Piensa en grande pero presta atención al detalle. Encarna una nueva inteligencia al reconocer y revelar los misterios de la fe, es un teólogo pero defiende la fe del pueblo contra la religión de los profesores, fría como ceniza.
Del mismo modo que él mismo era equilibrado, así era su modo de enseñar; con la ligereza que le era propia, con su elegancia, su capacidad de penetración, que hacía ligero lo que era serio, sin privarlo del misterio ni banalizar su sacralidad. Un pensador que reza, para quien los misterios de Cristo representan la realidad determinante de la creación y de la historia del mundo, un amante del hombre que ante la pregunta sobre cuántos caminos llevan a Dios no tenía que reflexionar mucho para responder: "Tantos como hombres hay".
Es el pequeño Papa que con su lápiz ha escrito grandes obras. Nadie antes que él, el mayor teólogo alemán de todos los tiempos, ha dejado al pueblo de Dios durante su Pontificado una obra tan imponente sobre Jesús ni ha redactado una cristología. Los críticos sostienes que su elección ha sido un error. La verdad es que no había otra opción. Ratzinger nunca buscó el poder. Se sustrajo al juego de las intrigas en el Vaticano. Siempre llevó una vida modesta de monje, el lujo le resultaba extraño y un ambiente con un confort superior al estrictamente necesario le resultaba completamente indiferente.
Pero vayamos a las pequeñas cosas, a menudo más elocuentes que las grandes declaraciones, los congresos o los programas. Me gustaba su estilo pontificio, que su primer acto fuera una carta a la comunidad hebrea, que retirara la tiara de su escudo, símbolo del poder terreno de la Iglesia; que en los sínodos de los obispos invitase también a hablar a los invitados de otras religiones -otra novedad.
Con Benedicto XVI, por primera vez, el hombre de arriba ha participado en el debate, sin hablar de arriba abajo sino introduciendo esa colegialidad por la cual luchó en el Concilio. Corregidme, decía, cuando presentaba su libro sobre Jesús, que no quería anunciar como un dogma ni colocar el sello de la máxima autoridad. La abolición del besamanos fue la más difícil de llevar a cabo. Una vez tomó del brazo a un antiguo alumno que se inclinó para besarle el anillo y le dijo: "Comportémonos normalmente". Tantas primeras veces. Por primera vez un Papa visitó una sinagoga alemana. Por primera vez un Papa visitó el monasterio de Martin Lutero, un acto histórico sin igual.
Ratzinger es un hombre de la tradición, se confía voluntariamente a lo que está consolidado, pero sabe distinguir lo que es verdaderamente eterno de lo que es válido sólo para la época en que emerge. Y si es necesario, como en el caso de la misa tridentina, añade lo viejo a lo nuevo, porque estando juntos no reducen el espacio litúrgico, sino que lo amplían.
No lo ha hecho todo bien, ha admitido errores, incluso aquellos (como el escándalo Williamson) de los que no tenía ninguna responsabilidad. Ningún fracaso le ha hecho sufrir más que el de sus sacerdotes, aunque ya como prefecto tomó las medidas que le permitieran descubrir los terribles abusos y castigar a los culpables. Benedicto XVI se va, pero su herencia se queda.
El sucesor de este humilde Papa de la era moderna seguirá sus pasos. Será uno con otro carisma, con otro estilo, pero con la misma misión: no incentivar las fuerzas centrífugas sino aquello que mantenga unido el patrimonio de la fe, que infunda coraje, que anuncie un mensaje y dé un auténtico testimonio. No es casual que el Papa saliente haya elegido el Miércoles de Ceniza para su última gran liturgia. Mirad, parece querer decir, era aquí adonde os quería llevar desde el principio, este es el camino. Desintoxicaos, serenaos, liberaos de la zozobra, no os dejéis devorar por el espíritu del tiempo, no perdáis el tiempo, desecularizáos.
Aligerar la carga para aumentar el peso es el programa de la Iglesia del futuro. Privarse de la grasa para ganar vitalidad, frescura espiritual, no como una última inspiración o fascinación. Belleza, atractivo, en el fondo también fuerza, para hacer frente a una tarea que se ha hecho tan difícil. "Convertíos", dice usando las palabras de la Biblia al marcar la frente de los cardenales y abades con las cenizas, "y creed en el Evangelio". "¿Usted es el final de lo viejo -pregunté al Papa en nuestro último encuentro- o el inicio de lo nuevo?". La respuesta fue: "Las dos cosas".
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