¿De dónde somos nosotros?
El Papa quiso explicar una vez más la naturaleza del reino que Jesús traía: un reino que los suyos una y otra vez soñaban como poder político instaurado y defendido con ayuda de la fuerza
por José Luis Restán
El pasado fin de semana se han entrelazado los primeros comentarios sobre el nuevo libro del Papa, el Consistorio para la creación de seis nuevos cardenales y la fiesta de Jesucristo rey del Universo. Tres hilos que se anudan en el misterio de la divino-humanidad de Jesús, en el significado de ese reino que inquietaba al tiempo que interrogaba a Pilatos, y la ardua misión de anteponer el testimonio de la Verdad frente a los poderes de este mundo.
El libro sobre la infancia de Jesús se abre y se cierra con sendas páginas vertiginosas sobre el origen y el destino del Nazareno. Benedicto XVI perfila la paradoja de un hombre del que se conoce el rastro (venía de Nazaret, era hijo del carpintero y sus parientes eran conocidos) y que sin embargo continuamente rompe el molde: ¿de dónde saca todo eso, con qué autoridad habla éste? Es la pregunta que formula Pilato frente al hombre que le han entregado los jefes del pueblo: ¿de dónde eres tú? Pero más allá de las adscripciones geográficas la conversación deriva hacia el reino que supuestamente ostenta aquel prisionero a las puertas del tormento, un reino que "no es de aquí".
Pero la sorpresa del gobernante romano no fue muy diferente de la que hubieron de padecer José y María cuando encontraron a su hijo, al que habían extraviado porque se había quedado en el Templo. El Papa retrata magistralmente la escena en las últimas páginas del libro: es un momento crítico porque se hace evidente que la misión de Jesús rompe toda medida humana. María y José habrán de aceptar que se rompa en su carne esa medida cuando escuchen de aquel muchacho de doce años su repuesta: "estoy precisamente donde está mi puesto, con el Padre, en su casa". Pero mientras Pilato resolvió su curiosidad entregando a Jesús al verdugo, María aceptó convivir con el misterio, y aunque no podía entender completamente aquello, lo conservó meditándolo en su corazón.
El domingo Benedicto XVI presidía la Misa de Jesucristo Rey del Universo en la Basílica de San Pedro. Entre los concelebrantes figuraban los seis nuevos cardenales llegados de Colombia, Líbano, Nigeria, India, Filipinas y los Estados Unidos. El Papa quiso explicar una vez más la naturaleza del reino que Jesús traía: un reino que los suyos una y otra vez soñaban como poder político instaurado y defendido con ayuda de la fuerza. "En Getsemaní, Pedro había desenvainado su espada y comenzó a luchar, pero Jesús lo detuvo. No quiere que se le defienda con las armas, sino que quiere cumplir la voluntad del Padre hasta el final y establecer su reino, no con las armas y la violencia, sino con la aparente debilidad del amor que da la vida. El reino de Dios es un reino completamente distinto a los de la tierra". Pero ¿acaso puede existir un poder que no responda a la lógica del dominio y la fuerza? La incomprensión de Pilatos puede resultarnos simpática, porque también a nosotros nos cuesta entender. Con qué facilidad identificamos el éxito de la misión con el triunfo social y político de una serie de valores, con la influencia y el reconocimiento de nuestras construcciones culturales o el respeto infundido por nuestro poderío numérico. Confiamos a la estrategia y la organización lo que sólo puede producir el encuentro con Jesucristo, presente a través de la debilidad de nuestra carne, la de los cristianos de aquí y ahora.
La realeza que encarna Jesús consiste en el testimonio de la verdad de un Dios que es amor, frente al cual es imposible no conmoverse. Es la misma locura para los poderosos y los sabios de ayer y de hoy. Por eso el Papa advierte, a la par severo y dulce, que ser discípulos de Jesús significa no dejarse cautivar por la lógica mundana del poder, sino llevar al mundo la luz de la verdad y el amor de Dios. De ahí la invitación apremiante a convertirnos continuamente a su reino, a su señorío, a la verdad. En este punto Benedicto XVI ha mirado a los nuevos miembros del Colegio cardenalicio. Muchas crónicas ligan este Colegio a la influencia y el poder mundano, pero el Papa les ha advertido que deben estar preparados para comportarse con fortaleza hasta el derramamiento de la sangre por el incremento de la fe cristiana, por la paz y la tranquilidad del Pueblo de Dios. Algunos saben ya de primera mano de qué les está hablando el Papa, que insiste: "se os ha confiado esta ardua responsabilidad, dar testimonio del reino de Dios, de la verdad. Esto significa resaltar siempre la prioridad de Dios y su voluntad frente a los intereses del mundo y sus potencias".
También de estos cardenales se conoce su trayectoria, sus padres y sus hermanos, los colegios en los que han estudiado, su legua y su cultura... Y sin embargo hay en ellos, como en todo cristiano, un algo extraño, algo que no se deduce del currículum ni de los ancestros. El Sucesor de Pedro los ha despedido con la encomienda de imitar a Jesús ante Pilato: su gloria será sólo la de testimoniar la Verdad, una verdad que es amor hasta el extremo. El cristianismo sólo puede triunfar a través de esta lógica, la del corazón del hombre que encuentra una presencia que le corresponde. Para eso vive y perdura la Iglesia.
© PáginasDigital.es
El libro sobre la infancia de Jesús se abre y se cierra con sendas páginas vertiginosas sobre el origen y el destino del Nazareno. Benedicto XVI perfila la paradoja de un hombre del que se conoce el rastro (venía de Nazaret, era hijo del carpintero y sus parientes eran conocidos) y que sin embargo continuamente rompe el molde: ¿de dónde saca todo eso, con qué autoridad habla éste? Es la pregunta que formula Pilato frente al hombre que le han entregado los jefes del pueblo: ¿de dónde eres tú? Pero más allá de las adscripciones geográficas la conversación deriva hacia el reino que supuestamente ostenta aquel prisionero a las puertas del tormento, un reino que "no es de aquí".
Pero la sorpresa del gobernante romano no fue muy diferente de la que hubieron de padecer José y María cuando encontraron a su hijo, al que habían extraviado porque se había quedado en el Templo. El Papa retrata magistralmente la escena en las últimas páginas del libro: es un momento crítico porque se hace evidente que la misión de Jesús rompe toda medida humana. María y José habrán de aceptar que se rompa en su carne esa medida cuando escuchen de aquel muchacho de doce años su repuesta: "estoy precisamente donde está mi puesto, con el Padre, en su casa". Pero mientras Pilato resolvió su curiosidad entregando a Jesús al verdugo, María aceptó convivir con el misterio, y aunque no podía entender completamente aquello, lo conservó meditándolo en su corazón.
El domingo Benedicto XVI presidía la Misa de Jesucristo Rey del Universo en la Basílica de San Pedro. Entre los concelebrantes figuraban los seis nuevos cardenales llegados de Colombia, Líbano, Nigeria, India, Filipinas y los Estados Unidos. El Papa quiso explicar una vez más la naturaleza del reino que Jesús traía: un reino que los suyos una y otra vez soñaban como poder político instaurado y defendido con ayuda de la fuerza. "En Getsemaní, Pedro había desenvainado su espada y comenzó a luchar, pero Jesús lo detuvo. No quiere que se le defienda con las armas, sino que quiere cumplir la voluntad del Padre hasta el final y establecer su reino, no con las armas y la violencia, sino con la aparente debilidad del amor que da la vida. El reino de Dios es un reino completamente distinto a los de la tierra". Pero ¿acaso puede existir un poder que no responda a la lógica del dominio y la fuerza? La incomprensión de Pilatos puede resultarnos simpática, porque también a nosotros nos cuesta entender. Con qué facilidad identificamos el éxito de la misión con el triunfo social y político de una serie de valores, con la influencia y el reconocimiento de nuestras construcciones culturales o el respeto infundido por nuestro poderío numérico. Confiamos a la estrategia y la organización lo que sólo puede producir el encuentro con Jesucristo, presente a través de la debilidad de nuestra carne, la de los cristianos de aquí y ahora.
La realeza que encarna Jesús consiste en el testimonio de la verdad de un Dios que es amor, frente al cual es imposible no conmoverse. Es la misma locura para los poderosos y los sabios de ayer y de hoy. Por eso el Papa advierte, a la par severo y dulce, que ser discípulos de Jesús significa no dejarse cautivar por la lógica mundana del poder, sino llevar al mundo la luz de la verdad y el amor de Dios. De ahí la invitación apremiante a convertirnos continuamente a su reino, a su señorío, a la verdad. En este punto Benedicto XVI ha mirado a los nuevos miembros del Colegio cardenalicio. Muchas crónicas ligan este Colegio a la influencia y el poder mundano, pero el Papa les ha advertido que deben estar preparados para comportarse con fortaleza hasta el derramamiento de la sangre por el incremento de la fe cristiana, por la paz y la tranquilidad del Pueblo de Dios. Algunos saben ya de primera mano de qué les está hablando el Papa, que insiste: "se os ha confiado esta ardua responsabilidad, dar testimonio del reino de Dios, de la verdad. Esto significa resaltar siempre la prioridad de Dios y su voluntad frente a los intereses del mundo y sus potencias".
También de estos cardenales se conoce su trayectoria, sus padres y sus hermanos, los colegios en los que han estudiado, su legua y su cultura... Y sin embargo hay en ellos, como en todo cristiano, un algo extraño, algo que no se deduce del currículum ni de los ancestros. El Sucesor de Pedro los ha despedido con la encomienda de imitar a Jesús ante Pilato: su gloria será sólo la de testimoniar la Verdad, una verdad que es amor hasta el extremo. El cristianismo sólo puede triunfar a través de esta lógica, la del corazón del hombre que encuentra una presencia que le corresponde. Para eso vive y perdura la Iglesia.
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