Lunes, 23 de diciembre de 2024

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Cómo y para qué orar. Orígenes y San Agustín nos ayudan.

Cómo y para qué orar. Orígenes y San Agustín nos ayudan.

por La divina proporción

 Me parece que el que se prepara para orar debe antes recogerse y prepararse un poco, para estar más predispuesto, más atento al conjunto de su oración. Debe igualmente alejar de su pensamiento todas las ansiedades y todas las turbaciones, y esforzarse para acordarse de la grandeza de  quién se le acerca, pensar cuan impío es si se presenta ante Dios sin  prestar atención, sin esfuerzo, con una especie de desenfado nocivo, en fin, rechazar todos los pensamientos extraños.

 

Cuando se va a orar es necesario presentarse, por decirlo de alguna manera, con el alma entre las manos, el espíritu levantado con la mirada puesta en Dios, antes de levantarse apartará el espíritu de la tierra para ofrecerlo al Señor del universo, y por fin, si deseamos que Dios se olvide del mal que hemos cometido contra él mismo, contra los prójimos o contra la recta razón, hemos de dejar todo resentimiento causado por alguna ofensa que creamos haber recibido.

 

Puesto que son innumerables las actitudes corporales, hemos de preferir sobre todas las demás, aquellas que consisten en extender las manos y aquellas en que elevamos los ojos al cielo, para expresar con el cuerpo actitudes que son imagen de las disposiciones del alma durante la oración, pero las circunstancias pueden llevarnos a veces a orar sentados o incluso acostados. La oración de rodillas es necesaria cuando alguien se acusa ante Dios de sus propios pecados, suplicándole que le cure y que le absuelva. Estar de rodillas es símbolo de este prosternarse y someterse del cual habla Pablo cuando escribe: “Doblo las rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda la familia en el cielo y en la tierra” (Ef 3,1415). Esto es arrodillarse espiritualmente, llamado así porque toda criatura adora a Dios en nombre de Jesús y humildemente se somete a él. El apóstol Pablo parece hacer alusión a ello cuando dice: “Que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en el abismo” (Fl 2,10). (Orígenes. Tratado sobre la Oración, 31)

 

La oración es un ejercicio que no es nada sencillo de realizar. Puede parecer fácil y hasta sentirnos llamados a ella, pero no siempre llegamos a materializar el ansia que nos induce a realizarla. Tal vez nos falte preparación, costumbre o simplemente, nuestra voluble voluntad la termina dejando siempre en segundo plano. Nuestra mentalidad moderna y postmoderna, no lleva a primar la acción sobre la oración.

 

Orígenes no da algunas interesantes pautas para acercarnos a la oración:

 

  • Recogimiento

  • Alejar el pensamiento de nuestras ansiedades

  • Presentarse con el “alma en las manos”: humildad y contrición

  • Elegir una postura adecuada y coherente.

 

Pero esto no nos impide orar en cualquier situación cotidiana. Siempre es momento de alabar al Señor, darle gracias o pedirle perdón. Pero ¿Por qué oramos? ¿Qué nos mueve a hacerlo? Leamos lo que nos dice San Agustín

 

¿Qué necesidad hay de la misma oración, si Dios sabe ya antes lo que necesitamos, a no ser que la misma intención de la oración serena y purifica nuestro corazón y lo hace más apto para recibir los dones divinos que nos son dados espiritualmente? En efecto, Dios no nos oye porque ambicione nuestras plegarias, pues siempre está pronto para darnos su luz no visible, sino inteligible y espiritual; pero nosotros no siempre estamos dispuestos a recibirla, porque estamos inclinados a otras cosas y entenebrecidos por la codicia de los bienes temporales. En la oración acontece la conversión de nuestro corazón a Dios, que está siempre dispuesto a darse a sí mismo, si recibimos lo que nos va dando y en la misma conversión se purifica el ojo interior, al excluir las cosas temporales que se apetecían para que el ojo del corazón sencillo pueda acoger la luz pura que irradia con el poder divino sin ocaso ni mutación alguna y no solo recibirla, sino también permanecer en ella, no solo sin molestia alguna, sino también con gozo inefable, en el cual se realiza verdadera y sinceramente la vida bienaventurada (San Agustín, tratado sobre el Sermón de la Montaña. Libro 2, Cap 2, 14)

 

Es evidente que Dios no necesita de nuestra oración. El lo sabe todo y conoce lo que acontece en nuestro interior antes que nosotros mismos nos demos cuenta de ello. Si oramos no es para informarle o para pedirle algo que El desconozca. Oramos, como dice San Agustín, por necesidad propia. Oramos para sintonizarnos con la Voluntad de Dios y hacer posible que recibamos lo que Dios nos ofrece. Oramos como ejercicio de conversión, de transformación de nosotros mismos. Por eso es tan importante preparar la oración mediante los consejos que nos da Orígenes. Si somos capaces de separarnos del mundo, dejar nuestros afanes a un lado, encontrar dentro nuestra la humildad y contrición y hacerlo con una postura corporal coherente, estamos empezando a transformarnos. Si esta preparación abre el paso a la Gracia de Dios, entonces empezará a actuar en nosotros.

 

Pero, toda esta reflexión nos lleva a pensar en el sentido de las oraciones superficiales, repetitivas y aparentes. Aquellas que se hacen para que los demás nos vean y cumplir con el “protocolo” que nos piden realizar. Sin duda, estas oraciones se pueden contemplar desde la parábola del Publicano y Fariseo para darnos cuenta de qué actitud tiene que movernos a orar al Señor.

 

Quiera el Señor ayudarnos a andar por el camino de la oración, que tanto necesitamos.

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