El cisma sumergido
Hace años, Jaime Campmany publicó una columna en el ABC titulada “El cisma sumergido”. Aquí se hacía eco del libro homónimo publicado por el profesor italiano Pietro Prini donde constataba un hecho: en la Iglesia católica se estaba produciendo un cisma, distinto a los que se habían producido siglos antes, pero con la misma fuerza, o incluso mayor.
Sin embargo, el actual no era un cisma provocado por disputas teológicas, sino que era el resultado de una desafección, cada vez mayor, por parte de los católicos normales y corrientes, a las normas morales y a las enseñanzas de la Iglesia. Éstas, según estos autores, cada vez tienen menos influencia en la vida de los creyentes, o bien los propios católicos las han dejado de lado, porque no están adaptadas a las nuevas formas de vida, no son “actuales”.
He recordado este artículo a propósito del año de la fe, que comenzará el próximo 12 de octubre. Es la respuesta del Papa a un problema, la secularización, que avanza con gran rapidez y que está provocando ese cisma sumergido.
Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas[1].
Y ¿cuáles son las causas de esta secularización? Son tantas. ¿Por dónde empezar? Quizás sea bueno comenzar mirando la viga en el propio ojo.
En primer lugar podríamos mencionar una “crisis” en el seno de la propia Iglesia, o mejor y para ser más exactos, crisis de vida cristiana de los propios creyentes, que se manifiesta en crisis del pensamiento filosófico y teológico; crisis de vida espiritual; crisis de santidad; banalización del misterio y de los sacramentos. Todo esto se podría resumir en una pregunta que a mí, personalmente, me cuestiona mucho: ¿muestro con mi vida la belleza del cristianismo?
Después se podría hablar de crisis social, cultural… y personal, consecuencia, esta última, del pecado que imposibilita al hombre el acceso a la verdad. Y, en cuanto a las dos primeras, esas crisis tienen un nombre: relativismo.
Y, por último, ¿se podría hablar de una conjura anticristiana y de una persecución contra la Iglesia? Sí y, posiblemente, mucho más perniciosa que una persecución sistemática y pública como la que hubo en España durante la II República y la guerra civil; y distinta a la que se produjo y se sigue produciendo en los países comunistas e islámicos. ¿Por qué es más peligrosa? Porque consigue dormir las conciencias y hace que los cambios culturales que se están produciendo en Occidente, y más en concreto en España, se vean como algo normal, fruto del progreso. Esto también tiene un nombre: laicismo.
Son causas que están íntimamente unidas, por lo que unas son causas y efectos de otras y viceversa. Quizás por esto, y por mucho más, el Papa ha querido que este año de la fe comience con un Sínodo para la Nueva Evangelización, de esa manera toda la Iglesia podría adquirir una ‘exacta conciencia de su fe, para reanimarla, para purificarla, para confirmarla y para confesarla’[2].