Jueves, 28 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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La puerta de la ira

por Diálogos con Dios

Jerusalem. Año de Gracia de vuestro Señor de 1541

Admirado Don Iñigo:

Me han llegado noticias de que el año pasado, vuestro pastor supremo, el Papa Paulo III, ha dado legitimidad y amparo a una iniciativa suya: La compañía de Jesús. Felicitaciones y que Dios le acompañe en esta aventura.

Usted no me recordará. He mandado a mi fiel emisario por todo el mundo buscándole y si está leyendo estas líneas es que ha conseguido su misión. Por favor no dude en felicitarle de mi parte y mándemelo de nuevo hacia mí con alguna respuesta de su puño y letra, si no le importa. Le quedaría enormemente agradecido.
Usted no me recordará, pero nos conocimos en el año 1523, según el calendario cristiano, en Jerusalem. Coincidimos en una de sus callejuelas estrechas y malolientes, en una noche atestada de peregrinos recostados al abrigo de las paredes. Uno de ellos era usted y yo era un joven jenízaro al servicio del Sultán Soleiman, con una borrachera considerable y un deambular inseguro. En un traspié le pisé y perdí el equilibrio, cayendo a su lado. Le agarré del pescuezo, le grité y le sacudí un par de bofetadas, culpándole de mi resbalón. Mis compañeros que iban tan alegres como yo, me instaron a rebanarle la garganta pero yo me detuve en mi furia y le pregunté su nombre. “Iñigo”, me contesto usted, “de Loyola, en España”. Le pregunté qué hacía tan lejos de su casa y usted me contestó las palabras más importantes que jamás he olvidado en toda mi vida: “vengo a tierra santa a encontrar y seguir las huellas de nuestro Señor Jesucristo”. Aquellas simples palabras me traspasaron el alma de parte a parte, no sé cómo, pero resonaron en mi cabeza, no sólo en aquel momento, sino todo el resto de mis días. Le solté como si hubiera algo peligroso en usted, que me miraba aturdido pero con calma. Mis compañeros me ayudaron a levantarme, aunque no me quedaban restos de la embriaguez que había huído como un viento veloz. Nos fuimos de allí, pero nunca olvidé aquel encuentro.

Me llamo Al-Andhir, y como le he dicho soy un Jenízaro al servicio de Suleiman. Los jenízaros somos como la guardia petroriana del Sultán. Somos soldados de élite reclutados en nuestra cristiana juventud, instruídos y convertidos al Islam. Fui arrebatado de mi hogar, cuando los turcos conquistaron los Balcanes. Durante esos años hasta nuestro fortuito encuentro en Jerusalem, abandoné mi nombre cristiano, enterré la semilla de mi bautismo y abracé el Islam, embriagado por su doctrina y sus promesas de gloria. Fui severamente adiestrado física y militarmente, me instruyeron en una exquisita educación y me prepararon para formar parte de la custodia del sultán, en un ambiente casi monástico, al estilo de vuestros espirituales caballeros de la cruz.

Pero cuando me encontré con usted y pronunció aquellas simples palabras algo se abrió en mi interior, alguna escondida puerta se entreabrió y comenzó un peregrinar espiritual que no ha cesado hasta el día de hoy. Comencé a buscar textos e indicios que hablaran de aquel Jesús al que usted quería seguir. Leí los evangelios a escondidas y busqué sacerdotes cristianos que me los explicaran, bajo estricto secreto. Aquel Jesús que de niño me habían presentado mis padres como Dios hecho carne y habitando entre nosotros, aquel Dios cercano, aquel Dios misericordia, aquel Dios comprensivo y accesible al hombre… se encontraba conmigo de nuevo y fue para mí una revolución. Desde entonces he vivido en una pesarosa disyuntiva interior: por un lado mi sagrada obligación como soldado jenízaro al servicio del sultán que me obligaba a rebanar gargantas cristianas y por otra parte, el deseo de paz y de hermandad entre los hombres que iba creciendo en mi alma inexorablemente, según conocía más y más a Jesús.

Nuestros Señores en la tierra, vuestro Carlos y nuestro Soleiman, luchan como dos leones a lo largo y ancho del mundo, por establecer su dominio y defender su fe. Españoles y turcos. Cristianos y otomanos. Es un choque de potencias del que depende la vida y la muerte, el futuro y la manera de vivir y de comprender el mundo y la vida. Cualquier movimiento, alianza o victoria puede desequilibrar la balanza hacía cualquiera de los dos bandos. Se produce en mi interior algo parecido porque estoy en un momento crucial en mi vida, dónde Jesucristo lucha por entrar en un alma harta de sistemas y ritos morales, harta de odios y conquistas, harta de sentir… ira.

Por eso le busco a usted. Para que ore por mí. Para que me ayude a salir de esta encrucijada. Le agradecería unas líneas escritas de su mano para indicarme como poder escapar de éste reino de violencia y tensión y ponerme al servicio del gran rey de los cielos como hizo usted. Sé que la batalla va siendo perdida por aquel Dios justiciero y alejado que ha secado mi espíritu durante estos años y Jesús va colándose entre las rendijas de mi mente, hasta aborrecer mi situación actual de servicio al Sultán. A veces me siento un traidor por permanecer en las filas equivocadas, pero las escrituras me dan algún consuelo mientras llega la resolución final de mi entuerto; me siento como el rey David, que ante la persecución de Saúl tuvo que refugiarse en las filas del enemigo filisteo durante algún tiempo.

En estos momentos me encuentro cumpliendo un encargo personal de mi Señor Suleiman: tapiar la puerta de la vida eterna de la muralla Este de Jerusalem. Esta es la puerta por dónde Jesús entró en el Domingo de Ramos a lomos de la borrica, y es la que señalan las antiguas profecías, como la puerta por la que entrará el Mesías el Día del Juicio Final. El Sultán ha decidido sellarla y mientras observo a los albañiles, no dejo de pensar en la incongruencia: si Jesucristo sólo fue un gran profeta grande en obras y palabra, pero nunca fue el hijo de Dios, ¿a qué vienen tantos miedos y cuidados ante su vuelta?... Pienso que Alá tiene demasiado miedo de Jesucristo. Por otro lado, me parecen irrisorias las medidas tomadas para evitar su vuelta: tapiar una puerta; Ridículas medidas humanas para impedir la gloria y la potencia de los cielos.

Mirando esta puerta y según escribo esta carta, comprendo que no hay barrera humana que impida la voluntad de Dios, no hay táctica ni inteligencia humana que pueda frenar a Jesucristo… o sí.

La libertad humana.

Durante un tiempo he cerrado las puertas a Jesucristo, pero él mismo se ha empeñado en mí y no me ha abandonado. Se coló por aquella rendija, aquel encuentro con usted, para iniciar su llamada incesante a la salvación. Deseo hoy abrir definitivamente las puertas a su majestad y renovar mi bautismo.
Quiero abandonar el odio y la ira.
Quiero abrir la puerta de la misericordia.

Ore por mí y ayúdeme, Don Iñigo.

Al-Andhir.
De nombre cristiano: Andrei.

 

"¿Quién subirá al monte de Yahveh?, ¿quién podrá estar en su recinto santo? El de manos limpias y puro corazón, el que a la vanidad no lleva su alma, ni con engaño jura. El logrará la bendición de Yahveh, la justicia del Dios de su salvación. Tal es la raza de los que le buscan,  los que van tras tu rostro, oh Dios de Jacob. ¡Puertas, levantad vuestros dinteles, alzaos, portones antiguos, para que entre el rey de la gloria! ¿Quién es ese rey de gloria? Yahveh, el fuerte, el valiente, Yahveh, valiente en la batalla. ¡Puertas, levantad vuestros dinteles, alzaos, portones antiguos, para que entre el rey de la gloria!" (Sal 24,3)



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