Martes, 26 de noviembre de 2024

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Aceite bendecido, óleos santos

por Corazón Eucarístico de Jesús

Durante la santa Pascua, en su gloriosa cincuentena, habremos tenido ocasión de vivir y participar en distintos sacramentos de la Iniciación cristiana, en los que se emplea el santo crisma o tal vez en alguna ordenación sacerdotal. El tiempo de Pascua es el gran tiempo sacramental de la Iglesia.

El aceite en la liturgia es muy expresivo: por su textura, impregna todo lo que toca y es absorbido por la piel; en los tejidos, son manchas casi imposibles de quitar... y en las personas, cuando el aceite ya ha desaparecido, queda su "marca" interior, el sello del Espíritu Santo.
 
 
Con el santo crisma, el Espíritu Santo nos es dado para configurarnos a Cristo, hacernos miembros vivos de su Cuerpo místico y otorgarnos los siete dones del Espíritu.
 
También los otros dos óleos, el de catecúmenos y el de enfermos, ejercen su función interior y son expresivos de realidades interiores, invisibles pero reales. 
 
 
Lo que no se ve y no se palpa, ¿cómo se puede comunicar en la liturgia? Lo visible es vehículo y signo de lo invisible; lo visible nos lleva a lo invisible. Por eso la liturgia sacramental de la Iglesia emplea materias visibles (aceite, agua, pan y vino) que con la fuerza del Espíritu Santo comunican gracias sobrenaturales, y alguna hasta llega a cambiar su naturaleza, como el pan y el vino, para ser verdadera y sustancialmente, el Cuerpo y la Sangre del Señor.

La liturgia es un mundo simbólico donde se conjuga lo visible y lo invisible, lo natural y lo sobrenatural, el hombre y Dios.
 

En concreto, el aceite expresa una unción mayor, la Unción invisible del Espíritu Santo; de ahí la dignidad y el cuidado de los óleos, la expresividad al ungir (no unas pocas e insignificantes gotas), los vasos limpios y decorosos en que se conservan.

"De este modo [en la Misa crismal] nos recuerda la Iglesia la "unción" mediante el Espíritu Santo, de la que nos ha hecho participar Jesús de Nazaret: Cristo, es decir, el Mesías.

El crisma, el óleo y la unción nos hablan de la penetración en el hombre de la potencia divina que concede el Espíritu Santo. Dicha potencia, con su abundante plenitud, ha sido dada a Cristo para toda la humanidad: para la Iglesia. Para la humanidad a través de la Iglesia.


Esta potencia está vinculada, en definitiva, a la marcha de Cristo mediante la cruz, por medio de su Sacrificio... Con la celebración de la liturgia de la mañana del Jueves Santo, la Iglesia: se prepara a recibir dicha "unción" por el Espíritu Santo; se prepara a recibir la potencia que le ha sido donada en la "marcha" de Cristo: en el misterio de la Pascua salvífica" (Juan Pablo II, Hom. en la Misa crismal, 4-abril1985).
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