Viernes, 22 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Gran Hermano y vida consagrada


El cura que participa en Gran Hermano no es, en fin, sino un producto natural (exagerado y desquiciante, si se quiere; pero natural) de la descomposición de la vida consagrada. La fértil e irreverente imaginación de Buñuel, puesta a urdir un esperpento religioso, no lo hubiese hecho mejor.

por Juan Manuel de Prada

Opinión

Leo que un sacerdote, religioso de la Congregación de los Misioneros del Sagrado Corazón, está participando en la nueva edición de Gran Hermano. La fértil e irreverente imaginación de Buñuel, puesta a urdir un esperpento religioso, no hubiese alcanzado a idear algo tan exagerado y desquiciante; pero que cosas tan exageradas y desquiciantes ocurran en la realidad, antes que en la ficción, nos demuestra, como ya afirmara Benedicto XVI, que la «mayor amenaza para la Iglesia no viene de fuera, de enemigos externos, sino de su interior, de los pecados que existen en ella». Y uno de sus pecados mayores es la descomposición de la vida consagrada, consecuencia natural de su disparatada asimilación al mundo, cuyas posiciones se adoptan porque se desespera de conquistarlo a partir de posiciones propias.

¿Cuál es la esencia de la vida consagrada? Básicamente, el seguimiento de los consejos evangélicos, que exigen una identificación más plena con Cristo que la de cualquier cristiano común, a quien le basta con guardar los preceptos (esta distinción entre preceptos y consejos está muy claramente establecida en el pasaje evangélico del joven rico). El problema empieza cuando estos consejos, en lugar de estructurar un género de vida más perfecto, se convierten en una especie de proyecto sociológico: entonces, el fin primordial de la vida religiosa (que es la perfección propia, según el consejo evangélico: «Si quieres ser perfecto, vende lo que tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo») se transforma en puro servicio al hombre; y lo que tendría que ser corolario natural se convierte en sí mismo en vía de desarrollo de la personalidad de sus miembros. Este sutil deslizamiento en la esencia de la vida consagrada acabaría infiltrando en su seno el veneno de un secularismo que ha causado estragos en muchas órdenes y congregaciones: empezaron por jubilar el hábito y sustituirlo por ropas seglares, siguieron por alejarse de la observancia rigurosa de sus votos... y acaban cobijando miembros que se pirran por participar en Gran Hermano. Y todo ello por asimilarse mejor al mundo, por servir más plenamente al hombre; lo cual, consumado el deslizamiento original, es de una lógica implacable.

Hubo un tiempo en que las comunidades religiosas tenían prohibido el uso de la televisión, por considerarse que debilitaba el espíritu de la vida comunitaria. Se permitió luego su uso a la comunidad como tal, para finalmente transigir con su entrada en las celdas o habitaciones individuales de los religiosos. Y, paralelamente, se propagó la grotesca y nefasta idea de que la evangelización tendría que lograrse a través de los «medios de comunicación»; en lo que se desprecia el ejemplo del mismo Cristo, que confió la propagación de su Evangelio al testimonio personal y directo, de corazón a corazón. Únase a esto el debilitamiento de los votos de obediencia, que antaño vinculaban a todos los miembros de una comunidad religiosa a perseguir en común los fines del instituto y que hoy han cedido ante el espíritu de independencia y emancipación igualitaria de sus miembros (pero si la vida consagrada hubiese de satisfacer la independencia y emancipación de sus miembros no existirían institutos religiosos: es del género tonto entrar en una comunidad para hacer por cuenta propia las cosas cuya realización en común es la causa de asociarse). El cura que participa en Gran Hermano no es, en fin, sino un producto natural (exagerado y desquiciante, si se quiere; pero natural) de la descomposición de la vida consagrada. La fértil e irreverente imaginación de Buñuel, puesta a urdir un esperpento religioso, no lo hubiese hecho mejor.

© Abc
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