Viernes, 27 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

La fragancia del nardo


Es probable que muchos escépticos (y aun muchos católicos) confundan la naturaleza de esta visita; pero quienes desde luego la conocen sin dubitación son quienes se llaman a sí mismos «ateos».

por Juan Manuel de Prada

Opinión

Seguramente sea el Evangelio de San Marcos el más cercano en el tiempo a los hechos que relata; y es, desde luego, el más liberado de florituras literarias, el más «pegado al terreno», con esa sequedad esencial que sólo poseen las grandes crónicas periodísticas. Al principio de su Evangelio, Marcos nos narra con su habitual despojamiento un episodio muy inquietante y revelador. Jesús se halla en Carfarnaún, enseñando en la sinagoga. De repente, un endemoniado se pone a gritar: «¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres: el Santo de Dios». Jesús manda callar al espíritu inmundo que habla por boca del endemoniado y le ordena abandonar su cuerpo; orden que el espíritu inmundo acata a regañadientes, no sin antes ofrecer el numerito que uno se espera del demonio: «El espíritu inmundo lo retorció violentamente y, dando un grito muy fuerte, salió de él».

Nada más nos dice Marcos; pero en lo poco que nos dice se desprende una enseñanza jugosísima. Pocos fueron los que en vida reconocieron a Jesús: «Vino a los suyos, pero los suyos no lo recibieron». La incredulidad o desconcierto de los discípulos de Jesús contrasta, sin embargo, con la lucidez de este endemoniado de Carfarnaún, que afirma sin dubitación: «Sé quién eres: el Santo de Dios». Pocas afirmaciones tan contundentes hallaremos en el Evangelio sobre la identidad de Jesús; mientras la mayoría de sus seguidores se hace la picha un lío —que si Juan el Bautista, que si Elías, que si Jeremías, que si alguno de los profetas—, el endemoniado de Cafarnaún revela un conocimiento sobre su naturaleza digno de un doctor en teología. Y esta misma certeza teológica es la que demuestran, ante la visita de Benedicto XVI a Madrid, los sedicentes «ateos». Es probable que muchos escépticos (y aun muchos católicos) confundan la naturaleza de esta visita; pero quienes desde luego la conocen sin dubitación son quienes se llaman a sí mismos «ateos», pero que en realidad son católicos vueltos del revés: saben que Benedicto XVI es el signo vivo del «Santo de Dios», y reaccionan en consecuencia, como aquel pobre hombre de la sinagoga de Cafarnaún, retorciéndose violentamente y dando gritos muy fuertes. Ciertamente, desde el Cafarnaún que visitó Jesús al Madrid que visita Benedicto XVI muchas cosas han cambiado: ahora ciertos numeritos se ofrecen con aprobación gubernativa, en lo que se demuestra que la filantropía ha avanzado una barbaridad; y también que la teología es una ciencia muy apreciada por nuestros gobernantes, de lo cual debemos congratularnos.

Los «ateos» e «indignados» —en realidad, católicos vueltos del revés— que quieren jorobar a Benedicto XVI pasearán pancartas con el lema: «De mis impuestos, al Papa cero»; que viene a ser una adaptación chunga de aquellas palabras de Judas, en la unción de Betania, cuando contempla con fingido escándalo cómo María, la hermana de Lázaro, derrama una libra de perfume sobre los pies de Jesús, mientras la casa se llena con LA FRAGANCIA DEL NARDO: «¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para dárselos a los pobres?». Judas, al menos, utilizaba como coartada a los pobres; estos católicos vueltos del revés quieren los impuestos para ellos, reclamación que, si bien se nos antoja poco filantrópica, resulta coherente con la cultura vigente de la subvención y el pilla-pilla. Sólo que estos «ateos» e «indignados» se equivocan de ventanilla en la reclamación; pues la visita de Benedicto XVI les va a costar, en efecto, cero, como sus organizadores se han encargado de explicar con rigor hasta la saciedad, y hasta es posible que de rebote les procure algunas monedillas. Pero la reclamación de estos católicos vueltos del revés, como la queja de Judas en Betania, es hipócrita; pues lo que a los «ateos» e «indignados» subleva de la visita de Benedicto XVI es que los deja en evidencia: al «ateo», porque la fe de la que reniega se manifiesta en su verdadera naturaleza, que no es —como a él, ¡ay!, le gustaría— «ideológica», sino magisterio vivo; al «indignado», porque le muestra el camino verdadero para regenerar el mundo.


Al «ateo» le gustaría que el cristianismo fuese un puro «espiritualismo», una ideología compendiada en un corpus doctrinal, sin cuerpo palpable alguno, que pudiese ser refutada o combatida mediante otra ideología o corpus doctrinal adverso. Pero resulta que es exactamente lo contrario: la predicación de Jesús se llevó a cabo mediante la presencia de un Cuerpo tangible; la presencia de Jesús entre sus seguidores se realiza a través de los sacramentos, que exigen la proximidad corporal y aun el contacto físico; los dones supremos de la fe reclaman el encuentro con el prójimo, la mediación de esta pobre carne perecedera nuestra, magra o rolliza, lozana o arañada por las varices y el cólico de riñón. Y esta carnalidad insultante de la fe halla su expresión más subversiva y escandalosa en la institución del papado, que es la consecuencia más extrema del misterio de la Encarnación y la refutación más apabullante del «espiritualismo», tan querido por quienes «CREEN Y TIEMBLAN». ¡Eso de que un anciano octogenario, un vejestorio que apenas se tiene en pie sea el epicentro de la presencia divina, el tabernáculo de la fe, es en verdad exasperante para el ateo! ¡Y qué decir de esos católicos repelentes, que no se congregan en torno a unas ideas, sino en torno a ese vejestorio de carnes decrépitas y huesos endebles, en cuyo rostro arrugado como una pasa ven el rostro visible del Verbo que se ha hecho uno con nosotros! El «ateo» quisiera que el católico naufragara en un tumulto de abstracciones y consignas doctrinarias; pero hete aquí que su fe se concreta en una caridad filial, juvenil y alborozada, dirigida hacia ese vejestorio, un tipo tan frágil como ellos mismos, tan pecador como ellos mismos, tan pobre hombre como ellos mismos. ¿Cómo no va a retorcerse violentamente y a dar gritos muy fuertes el ateo ante ese Santo de Dios?

¿Y cómo no van a retorcerse y a gritar los «indignados»? Durante meses, se han multiplicado en asambleas babélicas, en manifiestos regados de anacolutos, en utópicos brindis al sol y pronunciamientos abstractos con los que trataban de regenerar —¡ahí es nada!— la política, la sociedad, las finanzas internacionales; y todo su activismo desgañitado se ha revelado huero, chirle y hebén, pese a que los medios de adoctrinamiento de masas y los pescadores en río revuelto los han mimado como a chiquilines emberrinchados. Pero a los «indignados» les ocurre lo mismo que le ocurría a H. G. Wells, según advertía Chesterton: quieren cambiar lo que está mal en el mundo, pero en lugar de empezar por sí mismos, han querido empezar por lo que está fuera de ellos. Sólo cambiando la conciencia personal, dejando que nuestra naturaleza caída se abra a la luz de la Redención, es como el mundo empieza a cambiarse; y esto es, precisamente, lo que el viejo Papa viene a decirnos y a decirles: sólo la adhesión a Jesús —una adhesión concreta, carnal, sin pronunciamientos abstractos ni utópicos brindis al sol— puede regenerar el mundo. A nadie le gusta que lo dejen en evidencia; y por eso la visita de Benedicto XVI indigna tanto a los «indignados».

Un gran escritor católico llamado Oscar Wilde escribió con palabras imperecederas que sirven por todo un tratado de teología lo que el paso de Jesús por la tierra significó: «Era tal el encanto de su personalidad que su simple presencia podía traer paz a las almas angustiadas, y que aquellos que le tocaban la túnica o las manos olvidaban su dolor; o que quienes habían sido sordos a todas las voces, salvo a la del placer, oían por primera vez la voz del amor y la encontraban tan musical como el laúd de Apolo; o que las maléficas pasiones huían ante su proximidad, y que hombres como muertos en sus tediosas vidas sin imaginación resucitaban de sus tumbas cuando Él los llamaba; o que, cuando les enseñaba desde la altura de una montaña, las multitudes se olvidaban de su hambre, de su sed y de las preocupaciones de este mundo, y que cuando sus amigos lo escuchaban mientras comían, la ruda carne les parecía delicada, y el agua tenía el gusto del vino, y toda la casa se llenaba de LA FRAGANCIA DEL NARDO». Esta misma fragancia del nardo, tan próxima, tan concreta, tan carnal, es la que nos trae Benedicto XVI a Madrid. Por eso algunos se retuercen con violencia y gritan muy fuerte. Con aprobación gubernativa, por supuesto, que la filantropía ha avanzado una barbaridad.

abc
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