Lunes, 25 de noviembre de 2024

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De las horas en que se dividía el día en tiempos de los romanos

por Luis Antequera

 
            Con motivo del artículo que ayer dediqué a San Benito de Nursia en el que se hablaba de la hora sexta que la regla benedictina dedica al descanso y su más que posible relación con la españolísima “siesta” (una palabra tan universal, que, en mi opinión debería sustituir a la palabra “sierra”, igualmente española, en el alfabeto fonético OACI), un asiduo comentarista de este blog por nombre Jonás, preguntaba cómo era la medición de las horas del día en los tiempos de Jesús.
 
            Pues bien, es lo cierto que el día estaba dividido, ya entonces, en veinticuatro horas. Parece ser que la idea de hacerlo así tendría su procedencia en el Egipto faraónico, -donde por cierto, se había medido también el año solar-, que a su vez podría haberla tomado de los babilonios. La elección de la cifra del veinticuatro, o por mejor decir, la del doce del que veinticuatro era compuesto, bien podría estar relacionada con su fácil divisibilidad por 1, por 2, por 3, por 4 y por 6, no existiendo ningún número más bajo divisible por esas cinco cifras. De Egipto, la costumbre pasa incólume a Roma.
 
            Hasta aquí, se podría decir que nada ha cambiado desde aquellos tiempos, por antiguos que sean, pues actualmente seguimos dividiendo el día en veinticuatro horas. Pues bien, nada más lejos de la realidad. Y es que en esos tiempos antiguos, las distintas horas de la jornada no tenían, cómo tienen ahora por mor de la aparición de los distintos instrumentos precisos de medición del tiempo, la misma duración. Lo que se hacía es estimar el orto, la salida del sol, y el ocaso, la puesta de sol, y a partir de ahí, dividir los dos períodos, el que va del orto hasta el ocaso (el día) y el que va del ocaso hasta el orto (la noche), en doce lapsos de tiempo iguales. Lo que quiere decir que cada hora del año tenía una duración diferente, a saber: ni eran igual de largas, en una misma jornada, las horas del día que las de la noche; ni eran igual de largas, en un mismo año, las horas veraniegas que las invernales, las primaverales que las otoñales: en realidad ninguna hora tenía la misma duración que otra, de la misma forma que ningún día la hora del orto y la hora del ocaso es la misma.
 
            Todo esto dicho, las horas del día más largo del año, el solsticio de verano, podían llegar a tener una duración de hasta setenta y seis minutos, esto es, una hora y diecisiéis minutos. En tanto que las horas del día más corto del año, las del solsticio de invierno, podían llegar a tener una duración de apenas 44 minutos. Y todo ello, en el bien entendido de que el minuto como medida de tiempo no existía todavía (no es hasta bien avanzado el medievo que se empieza a utilizar), y que le medición que se aporta aquí en minutos es producto de un cálculo contemporáneo, no de la época.
 
            Con las horas de la noche pasaba lo propio, lo que quiere decir que a medida que las horas del día eran más largas (en el verano) las de la noche eran más cortas, y a medida que las horas del día eran más cortas (las del invierno) las de la noche eran más largas. Todo ello sin subestimar una segunda diferencia entre las horas del día y las de la noche: la dificultad de su medición, pues mientras las del día se podían medir con un reloj de sol, cuya existencia está documentada en tiempos tan antiguos como las del Antiguo Egipto, para las de la noche era preciso tener conocimientos astronómicos.
 
            Pues bien, todo esto dicho, y para terminar de dar respuesta al buen amigo Jonás, se llamaba en Roma hora prima a la primera doceava parte del día una vez salido el sol, y se llamaba hora duodecima (sin acento en latín) a la última antes de la puesta de sol.
 
 
 
 
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