Sábado, 23 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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"Al Señor tu Dios adorarás...": la falacia del diálogo interreligioso

por Angel David Martín Rubio



«Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a Él darás culto». Con estas palabras —que leemos en el Evangelio del Primer Domingo de Cuaresma— rechaza Jesucristo la tercera de las tentaciones a las que fue sometido al terminar sus cuarenta días de ayuno en el desierto (Mt 4,111).
 
Este mandato se sitúa en las antípodas de las prácticas hoy más frecuentes, que tienden a relativizar las verdades de Fe hasta el punto de considerarlas simples sutilezas, juegos de palabras o coartada de intereses temporales cuya superación es necesaria para edificar un mundo aparentemente en paz. De esta manera, los conflictos de antaño darían paso al solapamiento de grupos humanos indiferenciados en lo religioso y, como consecuencia, en lo cultural. Bajo diversas formas (cristianismo, judaísmo, islamismo…) los hombres vendrían a convivir conservando formas rituales exteriores pero compartiendo un discurso antropocéntrico al que habrían quedado reducidas lo que antes parecían divergencias dogmáticas.
 
Por otra parte, como las sociedades modernas han renunciado a cualquier fundamentación del orden social sobre las verdades reveladas, la supervivencia de hombres anclados en las formas religiosas del pasado no debería plantear mayores problemas de convivencia con aquellos otros que ya han renunciado a cualquier referencia religiosa, referencias cuyo ámbito todos estarían de acuerdo en relegar a un terreno puramente individual. De ahí afirmaciones del género de las que se prodigan entre sedicentes católicos: “yo no soy partidario del aborto pero no puedo imponer mis ideas a los demás”.



Este escenario que parece imponerse de manera irremediable, no podrá consolidarse aunque cuente con respaldos poderosos y se vea promovido por propuestas como la “alianza de civilizaciones” o por el discurso de determinados líderes religiosos, sobre todo los procedentes del catolicismo.

A diferencia de lo que ocurre con otras religiones (como la musulmana o la judía) que siguen fundamentando la ordenación sociopolítica en los países en que han sido impuestas, el cristianismo ha desaparecido como fundamento consciente de cualquiera de las naciones que formaron la Cristiandad al tiempo que desde el Vaticano se han promovido formas pseudo-litúrgicas de contenido sincrético; preludio tal vez del culto humanista del mañana en el que resultan irrelevantes los contenidos dogmáticos.
 
Por eso, resulta curioso que mientras judíos y musulmanes siguen instalados en un terreno que se define como “fundamentalista” sean, al mismo tiempo, objeto de continuos reclamos por parte de instancias oficialmente católicas para sumarse a este proyecto de auto-demolición religiosa emprendido en Occidente. Sin embargo parece difícil que puedan asumir las formas del liberalismo religioso pueblos sin la tradición filosófica y cultural del mundo europeo y americano; dar el salto de la Edad Media a la Contemporánea sin pasar por el Nominalismo, la Reforma, el Racionalismo y la Ilustración sería un ejercicio de importación que resulta poco previsible, al menos que los useños logren imponer su colonización cultural, política y económica al resto del mundo.


 
El fracaso de este camino hacia ninguna parte se puede vaticinar sin temor a errar porque olvida dos cosas:
 
1. Las creencias religiosas no son homologables ni asimilables entre sí. De la propia existencia de una diversidad de religiones con contenidos muchas veces incompatibles se deduce que no todas pueden ser verdaderas. Sostener que ninguna de las religiones puede responder a una revelación objetiva resulta menos ilógico que postular que todas ellas lo hacen aunque sea en grados diferentes.

A mi juicio resulta más coherente, aunque no por ello acertado, negarse a dar el salto en el vacío que supone el acto de fe que, una vez, dado admitir que pueda tener por objeto afirmaciones contradictorias.

2. La misión de la Iglesia es predicar y convertir a los hombres a la verdadera fe para ponerlos en el camino de la salvación y todo ello siguiendo un mandato irrenunciable de su fundador: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará» (Mc 16, 1516).

El concepto de religión verdadera y la propia naturaleza de la Iglesia repugnan a las ideas de libertades y derechos humanos autónomos promovidos por las ideologías modernas hasta tal punto que si la Iglesia no hace una renuncia explícita al objetivo de lograr la conversión del oponente, la iniciativa parecerá poco asumible para éste. Pero hacer tal cosa equivaldría a una apostasía de su misión que, de momento, parece situarse únicamente en el terreno de la práctica y no en el de las declaraciones teóricas.

Y no soluciona la cuestión con decir que el diálogo se sitúa exclusivamente en el terreno cultural prescindiendo del núcleo dogmático. En principio porque de distintas creencias religiosas se derivan distintas formas de civilización en ninguna medida homogéneas. Y, sobre todo, porque no parece posible discutir acerca de dichas consecuencias para llegar a una “corrección mutua” sin cuestionar ni relativizar las opciones religiosas de fondo de las que proceden.

La superioridad de la comunidad histórica fundamentada en la revelación católica contrasta con la soberbia que el mundo moderno emplea para juzgar y condenar el pasado de la Cristiandad silenciando su propia tragedia que cabalga sobre millones de cadáveres: desde la guillotina al Gulag para desembocar en el suicidio vital de Occidente.

Tan absurdo es edificar un mundo sin Dios como hacerlo sobre una abstracción sincrética de religiones basada en afirmaciones del género “adoramos al mismo dios”. No es posible la Paz difuminando la firmeza de la adhesión a la verdad revelada. La institución fundada por el mismo Dios no puede olvidar que ha sido creada para guardar dicha verdad inalterable y para que la humanidad, regenerada en su seno, funde la ciudad terrena como lugar de tránsito hacia la definitiva Ciudad de Dios.
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