Sana envidia de los americanos
por Luis Antequera
Envidia: tal es lo que me corroe, lo confieso. Y no precisamente porque hayan ganado los republicanos las elecciones celebradas antier, como alguno quizás se malicie. No, en absoluto. Envidioso por la exhibición de reflejos desplegada por el electorado norteamericano, y por la claridad de ideas que exhibe cada vez que es convocado a elegir a sus representantes. Dos siglos y medio de democracia sirven para algo, y con la misma determinación con la que hace apenas dos años optó por el cambio, opta ahora por el recambio.
El norteamericano ante las urnas conjuga eso tan sano de “esta vez voy a votar...”, “al país, le conviene que...”, “a mí me conviene que...”, tan diferente de lo que ocurre en este país de nuestros dolores, donde el votante no conjuga otro verbo que no sea el verbo ser: “yo soy...” (yo soy socialista, yo soy de derechas); o el no menos efectivo joder: “se van a joder...” ("se van a joder los rojos", "se van a joder los fachas de mierda"), sin apenas preguntarse si su elección es la que conviene al país, a la situación o, -lo que es más increíble-, ni siquiera a sí mismo.
Alguien dirá que el americano vota con la cabeza y el español con el corazón. Ya sería algo. Sinceramente creo que el español vota más bien con el hígado, más contra un bigote mal puesto, que por una sonrisa con talante. Me cuenta un amigo que en una ocasión alguien le dijo: “Antes en alpargatas con los míos gobernando, que con zapatos y gobernando los otros” (tan a propósito ahora que nos gobierna un Zapatero). Y la pregunta es: ¿pero acaso le debe alguien algo a aquéllos a quienes con su voto elige, como para ir en alpargatas pudiendo ir en zapatos?
No es, sin embargo, la única envidia que siento. Aún siento más. La siento por lo que ha constituido el punto sobre el que ha girado el debate durante toda la campaña: ¿acaso ha oído alguien hablar de la Guerra de Secesión? ¿O de si el abuelito de Obama combatió con los unionistas o con los confederales? ¿Se ha preguntado alguien en toda la campaña, si Estados Unidos es o no una nación? ¿O si la bandera debe llevar siete barras o veinte borlitas? ¿O lo diferente que es una sardana californiana de una muñeira tejana, y el acento de Vermont del de Colorado? ¿Se le ha ocurrido a alguien poner sobre la mesa la conveniencia de negociar con Al Qaeda?
Los norteamericanos han ido a lo que verdaderamente importa, resumido en una pregunta: ¿más estado o más sociedad? Lo que en otras palabras se traduce: ¿somos mayorcitos para ser libres y optar por nosotros y para los nuestros, o, por el contrario, no pasamos de tutelados incapaces de optar y obligados a delegar en los ingenieros del Nuevo orden social, en cuyas manos hasta nuestros dineros ponemos para que nos digan ellos lo que nos conviene?
Y ante tesitura tal, los norteamericanos no han dudado, eligiendo ser libres, libres para vivir como quieran, libres para decidir qué hacer con su dinero antes de que otro lo haga por ellos. En otras palabras, y con un ejemplo, para que si alguno de sus compatriotas está interesado en conocer el mapa de la enervación del clítoris, -tema, convengamos, harto interesante-, se lo pague él de su bolsillo, y no tengamos que hacerlo todos aquéllos a cuantos, por muy raritos que seamos, nos toca el tema un pie.
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