Sábado, 23 de noviembre de 2024

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Devoción al Sagrado Corazón y pensamiento contrarrevolucionario

por Angel David Martín Rubio



En los primeros siglos de la vida de la Iglesia apenas se encuentran alusiones directas al Corazón de Jesús, si bien las realidades más tarde significadas en esta devoción eran reconocidas y practicadas por todos.

Ya en los siglos XVII y XVIII las revelaciones de que fueron objeto Santa Margarita María de Alacoque en Francia y el Beato Bernardo de Hoyos en España tienen lugar en un contexto histórico y geográfico previo al momento en que los últimos baluartes de la cristiandad fieles al catolicismo iban a ser objeto de la última ofensiva revolucionaria. Esta agresión, comenzada por la Ilustración y la Revolución Francesa, y continuada por liberales y socialistas acabará desembocando en la ideología hoy dominante: una mezcla, contradictoria pero eficaz, de relativismo moral, liberalismo económico y dirigismo estatal.



La devoción al Sagrado Corazón de Jesús nació y se extendió vinculada a una corriente de pensamiento puramente católico en el que se descubre una continuidad que va desde su oposición al jansenismo en el siglo XVIII, al liberalismo en el XIX y al comunismo en el XX, sosteniendo al mismo tiempo una doctrina social en la que es unánime una convicción: la única alternativa posible a la revolución es la re-cristianización que pasa por el establecimiento de lo que en el pensamiento tradicional español se llama “ortodoxia pública”, es decir, un régimen político “que afirma un contenido de principios, verdades o valores de carácter superior e inmutable como base de su convivencia moral y de sus leyes” (en expresión de Rafael Gambra).

La Cristiandad desaparecida en Europa en su calidad de orden universal a partir de la Paz de Westfalia, y eclipsada de la estructura política de las naciones desde la Revolución, reaparece con fuerza en el horizonte del pensamiento y la actividad contrarrevolucionaria. Y uno de los estandartes, signo y emblema de esa Cristiandad superviviente, empeñada en la nueva Cruzada de instaurar todas las cosas en Cristo, será el Sagrado Corazón de Jesús.

Antaño regalistas y jansenistas (que no cejaron hasta conseguir la supresión de la Compañía de Jesús); después jacobinos, liberales, masones y socialistas; en nuestros días modernistas y liberacionistas de diverso pelaje… Esta devoción tuvo siempre grandes enemigos, incluso entre quienes se pretendían representantes de las más puras esencias del cristianismo o detentaban altos cargos eclesiásticos.

Por el contrario, el verdadero pueblo católico la abrazó con fervoroso entusiasmo. Mártires y cruzados del Sagrado Corazón fueron, entre otros, los miles de católicos masacrados en la Vandea, los carlistas españoles que combatieron en varias guerras sucesivas, el presidente de Ecuador García Moreno, los cristeros mejicanos, los mártires de nuestra última persecución religiosa y los Caídos de la Guerra del 36.

Frente al laicismo sectario surgió la costumbre de hacer pública profesión de esta devoción con placas visibles en la puerta del hogar, las procesiones y actos masivos, las colgaduras con la imagen y los famosos “Detentes”. Una modalidad nueva, en forma de entronización, aparece entre nosotros en los años difíciles de la Primera Guerra Mundial. Su apóstol, peruano de sangre española, el padre Mateo Crawley SSCC, encontró las mejores disposiciones y auxiliares para su grandioso designio. Parece increíble la tarea desarrollada y los frutos conseguidos en aquellos años hasta culminar en el acto de 1919 en el Cerro de los Ángeles.

Todas estas formas —diversas en el tiempo, en el espacio y en la identidad de sus protagonistas— tienen en común haber reivindicado de manera efectiva la obligación que tenemos de sustentar también el orden temporal sobre la Revelación. Todas son herencia inseparable de la devoción al Corazón que pidió a Santa Margarita ser enarbolado en las banderas del rey de Francia y prometió al Beato Hoyos reinar en España.



A la luz de esta identidad se entiende que la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, inseparable de formulaciones como la del Reinado Social, entrara en una profunda crisis cuando ideas inspiradas en el liberalismo y el socialismo, bajo el manto común del neo-modernismo condenado por la Humani Generis de Pío XII se hicieron predominantes al socaire de la nouvelle théologie y de sus respectivos postulados asumidos en el discurso oficial de la jerarquía católica a partir del Concilio Vaticano Segundo.

Al tiempo que la devoción al Sagrado Corazón de Jesús sobrevivía como elemento de identidad de quienes se resistían a aceptar la traición, otros grupos trataban de renovar dicha teología (“aggiornare” en terminología de la época) adaptándola al nuevo marco en el que palabras como ecumenismo y libertad religiosa habían reemplazado a los viejos conceptos tan vinculados a la doctrina católica y al sentido histórico de esta devoción.

A los diversos representantes de esta tendencia —con puntos de contactos entre sí pero fragmentados al frente de sus respectivas torres de marfil—, no se les puede hablar de ni de esperanza histórica ni de confesionalidad, desconocen su dimensión social y pública y, anclados en las melosas formas de expresión propias de las terapias de autoayuda, manifiestan con airado desparpajo lo perturbador que les resulta el recuerdo de añejas vinculaciones entre lo religioso y lo patriótico.

Cómodos en un mundo que se ha edificado sobre la previa demolición del orden social cristiano y sobre la renuncia, incluso teórica, a su restauración, difícilmente se puede excusar a esta interpretación "aggiornata" de la devoción al Corazón de Jesús de hacer una negación al menos implícita de la divinidad de Cristo por negarse a aceptar sus consecuencias.

Si Nuestro Señor Jesucristo es Dios, también es el dueño de todas las cosas, de los elementos, de los individuos, de las familias y de la sociedad pero si se desvanece esta convicción, entonces no hay fuerza para mantener la propia fe ante la invasión de las opiniones ajenas; de la inevitable diversidad se pasa al pluralismo como un valor en sí mismo y en virtud de una libertad religiosa mal entendida se coloca a todas las religiones en pie de igualdad y se otorgan los mismos derechos a la verdad y al error...

La contradicción inherente a la reivindicación del laicismo radica en que no se puede afirmar un criterio moral ante los resultados concretos que resultan de la aplicación de un sistema político (por ejemplo, determinadas leyes o, de manera más genérica, la degradación moral y la corrupción) mientras que ese mismo criterio se difumina a la hora de valorar los principios sobre los que descansa ese mismo sistema. Se aprueba el árbol y después se rechazan los frutos.


Frente a tantos desvaríos, incluso los historiadores que analizan el fenómeno desde una perspectiva crítica han tenido que reconocer que en la verdadera devoción al Corazón de Jesús se han unido inseparablemente la religiosidad interior y la restauración cristiana de la sociedad (cfr. MORAL RONCAL, Antonio María. La cuestión religiosa en la Segunda República Española. Madrid: Biblioteca Nueva, 2009. 188-214). El magisterio episcopal que se ha ocupado de la cuestión solía al mismo tiempo  advertir a los católicos que no debían conformarse con una re-cristianización oficial, ya que resultaba necesario esforzarse para que Cristo reinara efectivamente en todos los corazones y que ese reinado se exteriorizara en los diversos ámbitos de la vida. En la fiesta de Cristo Rey de 1932, se defendió en las páginas de un diario legitimista que la Gran Promesa llegaría por medio de la oración y de la plegaria pero también: “con la viril decisión, con la intensidad, con la energía y los procedimientos acordes con el ataque recibido. El pueblo católico español de este primer tercio del siglo XX debe pensar que no es provocador, sino agredido, porque se busca la extinción de su fe envenenando el alma de sus hijos, pudriendo la generación venidera a favor de un laicismo sin entrañas ¿Cuándo mejor que ahora para ofrendar a Cristo-Rey nuestra adhesión y nuestro amor?” (cit.por MORAL RONCAL, Antonio. ob.cit. 196).

En el pensamiento católico, la respuesta al laicismo agresivo, nunca será promover la presunta autonomía de las realidades temporales o la independencia Iglesia-Estado, ni siquiera la neutralidad (si es que puede existir). La consagración de las sociedades al Sagrado Corazón es un acto plenamente político cuya finalidad radica en el cumplimiento de un deber social de religión. Además, su efecto secundario, el bien común temporal, es de naturaleza también netamente política. Es el atractivo programa que se describe con estas palabras en la Sagrada Escritura: "Levantemos a nuestro pueblo de la ruina y luchemos por nuestro pueblo y por el Lugar Santo" (1Mac 3, 43).
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