Miércoles, 27 de noviembre de 2024

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El mártir de Munera

por Victor in vínculis

Bartolomé Rodríguez Soria nació en Riópar (Albacete) el 7 de septiembre de 1894. Ingresó en el Seminario de Toledo en el curso 19071908, terminó sus estudios con la licenciatura en Teología y se ordenó sacerdote el 16 de marzo de 1918. Sucedió que, días antes de la ordenación, fallecía su padre por lo que decidió celebrar la primera misa el 19 de marzo de 1918 en el Seminario, donde fue muchos años sacristán y ejerció como excelente maestro de ceremonias.
Tras varios nombramientos, en 1926 fue destinado a la parroquia de San Sebastián de Munera hasta su muerte. En el mismo templo parroquial sufrió un cruel y prolongado martirio durante los días 27, 28 y 29 de julio de 1936. Fue beatificado el 28 de octubre de 2007.
Los hechos martiriales están narrados por Enrique García Solana, (+1983), que residió a lo largo de toda su vida en Munera, desde donde, y a pesar de su invidencia, destacó como colaborador de diversas publicaciones y como corresponsal de la agencia Efe. Destacado cervantista, García Solana había publicado diversos trabajos sobre la figura del autor del Quijote, entre ellos, “Munera y el Quijote”, traducido a 16 idiomas. “El mártir de Munera” fue publicado en 1967, como folleto; y se reeditó en la obra “Mártires de Toledo” (Madrid 2007), págs. 353-370.
 
Todo se ha consumado
No le dolía la afrenta de haber sido conducido hasta allí con las manos atadas a la espalda, mediante una tosca soga de esparto sin machacar. No le dolían tampoco los golpes que, con sadismo sin igual, le venían propinando cada media hora, en el presbiterio de su parroquia. Ya no se acordaba del daño sufrido cuando le arrojaron desde el púlpito por no querer blasfemar, ni del que sintió cuando lo tiraron desde encima de la mesa del altar mayor, por negarse a derribar las imágenes. Sabía que todo esto formaba parte de la empinada cuesta que le conducía al cielo y todo lo llevaba con santa alegría.
Ahora, allí tendido, ya sin fuerzas para moverse, sobre una de las losas con que los antiguos embaldosaron la sacristía parroquial -a él no se le permitió usar el colchón que su familia le llevó-, sufría viéndose incapaz de hacer un poquito más por la gloria de Dios. Cuando acababa de llegar lo que durante toda su vida anheló de manera tan ferviente, se sentía pequeñito y todo lo que tenía entre sus manos de apóstol le parecía poco para llevárselo al Señor. Se vio tan poca cosa en aquellos momentos, que temblaba pensando si alguien podía condenarse por su culpa. Por eso, al verse encerrado en aquel improvisado calabozo, procedió a quitarse la sotana, contestando al interrogante de sus aprehensores:
-No tengo miedo, no. Pero así ofendéis al hombre y no al sacerdote. Así será todo menos grave ante Dios.
Desde niño soñó con dárselo todo al Creador, pero no quería que hubiera perjuicio para nadie. No le horrorizaba el suplicio, pero hubiera deseado que su muerte fuera menos espectacular. ¡Así era de humilde aquel hombre de Dios!
El Todopoderoso tenía otros designios. Había permitido que ocurriera todo lo visto hasta aquel momento, y estaba completando la estampa con la presencia de treinta y tantos convecinos, que luego habrían de testificar sobrecogidos ante el recuerdo de las emociones que en aquellos momentos sintieron. Todos ellos miraban asombrados a su párroco. No le oyeron una sola queja, pese a que el vientre se le hinchaba apresuradamente y los huesos de la columna vertebral, desunidos por las continuas palizas, ya no le permitían andar derecho.
Con menos de un metro cuadrado de espacio por persona y una ventana encristalada junto al techo, la respiración se iba haciendo difícil para todos. Entonces fue cuando don Bartolomé sintió sed y vio cómo uno de los sicarios se le orinaba en la boca.
El asombro de los compañeros de cautiverio creció cuando comprobaron que aquel abrir y cerrarse de los labios de su cura, no era para lamentarse, ni para escupir la suciedad, sino un continuo repetir de sus jaculatorias más preciadas.
Pocos días antes, don Bartolomé, porque Dios lo quiso, parece que tuvo la visión de cuál iba a ser su fin. En el último misterio de un viernes, las escasas “Marías” que entre las sombras del atardecer rezaban el Santo Rosario, vieron turbarse repentina y profundamente al hombre que jamás se distrajo un instante cuando cumplía su sagrado ministerio. Luego, su familia y algunas de estas piadosas mujeres, le sorprendieron varias veces rezando hincado de rodillas y con los brazos en cruz. De esta forma aceptaba aquel siervo de Dios el final que le estaba reservado, y que por una gracia especial, había podido contemplar.
Ahora rogaba en silencio, durante los últimos minutos de su vida, por los pecadores a los que tanto amó y para que no le faltasen las fuerzas para llegar airoso al cenit de su ansiado sacrificio en honor de Jesucristo.
El padre Joaquín Ferragut, sacerdote escolapio, detenido también en el mismo lugar, aunque los rojos no llegaron a conocer su identidad, habíase abierto camino entre los presos y recibido la última confesión del mártir.
Después, no fue necesario hablar más. Don Bartolomé moría con dolor, pero con amor, como luego habría de decir el papa Juan XXIII, de feliz memoria. Al darse cuenta de que la vida se le escapaba, sin darle tiempo a sufrir un poco más, don Bartolomé pareció recuperarse un momento. Abrió de nuevo los ojos, quiso incorporarse y pretendió cubrirse las amoratadas carnes con los jirones que de la camisa le colgaban desde los hombros. Estábase preparando para realizar el acto decisivo de su inmolación.
Ninguno de los presentes sospechó lo que vendría después. La emoción creció súbitamente.
Don Bartolomé, impotente para realizar todo lo que acababa de intentar, miró al cielo un instante y luego, con admirable serenidad llamó a sus verdugos. De boca en boca de los detenidos fue corriéndose la voz hasta llegar a los guardianes. Cuando terminaron de apalear a uno de los detenidos, los verdugos entraron a ver qué quería el cura.
Don Bartolomé, pese a que su vista ya debía estar muy nublada, los reconoció enseguida. Este era el que de un empujón lo tiraba al suelo y aquel que venía detrás, el que le echaba un pie al cuello para así poderle golpear más tranquilamente, impidiéndole todo movimiento.
Al verlos, al reconocerlos, pareció alegrarse el moribundo y sus ojos se llenaron de vida. No les guardaba rencor por haberle impedido despedirse de su anciana madre, ni por quitarle el colchón, ni por los golpes feroces con los que le destrozaron el cuerpo, y ni siquiera por la sucia bebida que, entre risotadas, le habían vertido en la boca poco antes. Todo eso ya lo había olvidado aquel santo varón.
Ahora quería decirles algo trascendental. No iban a ser ni los inexistentes secretos sacramentales que ellos pedían, las blasfemias con que se hubieran contentado unas horas antes. ¡Era algo más grande!, ¡algo más sublime y espiritual!
Don Bartolomé les hizo acercarse hasta poderles coger las manos. Ellos se las dieron, casi sin saber lo que hacían. Entonces, aquel hombre que moría desgarrado cruelmente, reunió todas las fuerzas que le quedaban y les dijo que les perdonaba cuanto de malo habían hecho con él, ¡que les perdonaba de todo corazón!, y después, en prueba de lo que acababa de decir, les besó emocionado las manos que seguía aprisionando cariñosamente entre las suyas.
Una vez cumplido aquel deber cristiano, se dejó caer de nuevo sobre la losa  ya salpicada con su sangre (que se conserva, como puede verse en la fotografía, en la actual capilla donde reposan sus venerados restos).

Mis palabras, escritas treinta años después de aquel suceso, son incapaces de transcribir toda la emoción y belleza de una estampa realiza en nuestro siglo, al estilo de los primeros mártires del cristianismo.
Las severas paredes de la sacristía guardan el secreto de aquella lección de amor de Dios. Los hombres que habían aplicado el martirio al más humilde y pacífico de los sacerdotes del Dios bueno, salieron en silencio, pero sus ojos brillaban ahora de distinta forma que cuando entraron. Los testigos presenciales afirman que aquellos hombres no pudieron librarse de la emoción general. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
Mientras tuvo alientos, don Bartolomé siguió repitiendo sus jaculatorias:
-¡Por tu pasión, Jesús mío!, ¡por tu pasión!
Pero cada vez se le oía menos. Luego, dejó de existir y las lágrimas afluyeron impetuosas a los ojos de los demás detenidos. ¡Habían visto morir a un santo!
En aquel mismo lugar le debió ser entregada la palma con que cruzaría las puertas de la gloria eterna. Pero quizá con ella entre las manos, antes de entrar definitivamente en el reino de los cielos y porque Dios lo permitiese, fue a despedirse de su querida madre. Hay declaraciones juradas en este sentido. En ellas se afirma que se le apareció a su madre en el preciso momento de su muerte. La madre, que gemía desconsolada en casa de unos amigos, se levantó de pronto y corrió a abrazar a su hijo que, según ella, estaba en el dintel de la puerta. Al llegar allí se abrazó a él un instante y luego dijo:
-¡Se ha ido! ¿Por qué te has ido tan pronto, hijo mío?
El sacrificio se había consumado el día 29 de julio del año 1936, después de tres días de martirio.

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