Viernes, 22 de noviembre de 2024

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De católicos y ortodoxos: un milenio intentando reconciliarse

por Luis Antequera

 
            En un ambiente como el que describíamos ayer, no precisamente el mejor para las relaciones entre Roma y Constantinopla, tienen lugar las cruzadas, las cuales, lejos de unir a una iglesia y a otra, como podría haberse esperado, en un mismo objetivo, el de la reconquista de Tierra Santa para la cristiandad, sólo contribuyen a tensar aún más las ya tirantes relaciones. Así, las regiones conquistadas durante la I Cruzada (10961099) no serán entregadas a la jurisdicción constantinopolitana, como se prometiera. Por si todo ello fuera poco, se produce el saqueo de Constantinopla por los caballeros cruzados en la IV Cruzada (1204). El Papa Inocencio III, aunque condena los actos de crueldad, saluda la victoria, que supone la creación en Constantinopla de un patriarcado y un reino latinos. El patriarcado griego se refugia en Nicea.
 
            Reconquistada Constantinopla casi medio siglo después, en 1261, por Miguel VIII Paleólogo, y repuesta con ella la independencia de la Iglesia griega, una serie de circunstancias hacen aconsejable la reunificación. Del lado romano, el deseo de aunar voluntades en una nueva cruzada. Del lado griego, la apremiante necesidad del Emperador de afianzar el trono tanto frente a las pretensiones del francés Carlos de Anjou, como frente al enemigo turco. El Papa Clemente IV se muestra inflexible en lo que constituyen las exigencias romanas y el plan fracasa, pero su sucesor Gregorio X convoca en 1274 un concilio, el de Lyon, decimocuarto de los considerados ecuménicos por Roma, para alcanzar el añorado objetivo. En su afán por imponer el tratado, muy conveniente a sus intereses, el Emperador recurre a la fuerza y depone al Patriarca José I opuesto al mismo. Ello provoca, en un caso sin precedentes, la excomunión del Emperador por las dos iglesias, siéndole negado el suelo santo a su muerte. Su hijo Andrónico II denunciará la unión, ganándose como su padre la excomunión, aunque ésta sólo de la Iglesia romana. El Papa llama a la cruzada contra la herética Constantinopla, si bien la convocatoria, en esta ocasión, no tiene éxito.
 
            Nuevas negociaciones para la unión tendrán lugar en tiempos del Papa Benedicto XII (13341342), pero su obstinación en las intransigentes condiciones de Lyon, las conducen a un nuevo fracaso. Idéntico resultado revisten las emprendidas por el Emperador Juan V Paleólogo, primero en Avignon con el Papa Inocencio VI, y luego en Roma (1369) con el Papa Urbano V, -cuyos pies llega a besar, dicho sea de paso- todas ellas acompañadas de la firme resistencia de jerarquía y feligresía griegas.
 
            La agobiante presión turca -nos hallamos a menos de dos decenios de la definitiva caída de Constantinopla en manos otomanas- lleva a un nuevo e importante intento entre el Papa Eugenio IV, el Emperador Juan VIII Paleólogo y el Patriarca de Constantinopla José II en las ciudades italianas de Ferrara y Florencia. Esta vez, hasta se alcanzan acuerdos sobre las cuestiones litigiosas. Así, ambas iglesias aceptan las diferentes tradiciones en lo relativo al pan de la eucaristía, ácimo para los latinos, fermentado para los griegos; se consigue una fórmula de compromiso para el filioque; los ortodoxos aceptan al Papa como cabeza de la Iglesia universal; y se jerarquizan los cinco patriarcados según el orden Roma, Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén. Pero aunque se formalizan acuerdos escritos en griego y en latín (1439), la interpretación que en cada parte se les da será tan diferente, que no hallarán apoyo alguno entre el clero y la feligresía de cada iglesia.
 
            La definitiva caída de Constantinopla bajo el yugo turco el 29 de mayo de 1453, fecha maldita de la historia de la cristiandad, y la elección del nuevo patriarca Skholarios (14531460) contrario a la unificación, pondrán fatídico colofón a la ya larga pugna entre ambas iglesias.
 
            Habrá que esperar nada menos que cinco siglos para que el Papa Pablo VI en nombre de la Iglesia Católica, y el Patriarca Atenágoras I en nombre de la Iglesia Ortodoxa, den algún paso hacia la mutua comprensión, lo cual harán reuniéndose en Jerusalén y levantando mutuamente los anatemas que, de manera igualmente mutua, se lanzaran en 1054. En 1978, visita Roma el metropolitano ruso Nikodim de Leningrado, quien, por cierto, se muere en brazos de un Papa Juan Pablo I que por su parte, apenas tardaría unos días en morir él mismo. De visita en Turquía, Juan Pablo II canta el Padrenuestro en latín en la misa oficiada por el patriarca griego Dimitros I. Pero la deseada unión continúa sin llegar, lo que se ha de atribuir probablemente, más a dificultades de tipo político que a diferencias teológicas, tan escasas como poco relevantes, como tendremos ocasión de ver mañana en el artículo con el que pondré fin al cisma constantinopolitano.
 
 
               Extraído y adaptado del libro: “El cristianismo desvelado. Respuestas a las 103 preguntas más frecuentes sobre el cristianismo” Luis Antequera. Editorial EDAF, 2007.

 
 
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