De los niños catalanes que ya no se sienten españoles
por Luis Antequera
Lo que les voy a contar es un ejemplo más de una vivencia por la que muchos españoles han pasado ya. Algunos de ellos, aun faltando a la verdad, niegan haberlo hecho y prefieren seguir mirando hacia otro lado. Otros reconocen haberla vivido, pero para justificar, como los anteriores, su indiferencia, afirman cínicamente que hechos como el que les voy a relatar no tienen importancia. Unos terceros, incluso creen que eventos tales nos convierten en un país progresista y avanzado al que el mundo mira con admiración y expectación.
He pasado unos días en Andorra, en una preciosa estación de esquí con nutrida concurrencia multinacional, -franceses, españoles, británicos, portugueses-, en la que proporcionaban unos estupendos cursos de esquí. Un grupito de diez o doce niños catalanes de unos diez años de edad cayó bajo la batuta de un monitor argentino (no me pregunten porqué, la mayoría de los monitores lo eran). Al hombre, desconocedor a primera vista de si estaba ante un grupo de británicos, portugueses o españoles –en la nieve, con tantas gafas, gorros y bufandas, nadie sabe quién es quién -, preguntó: “¿Sois españoles?”. La unísona respuesta fue: “No, somos catalanes”. En el unísono “no”, resonó también un aislado “bueno sí”, que no era tanto una declaración de hispanidad, como un sensato “muchachos, muchachos, tampoco tenemos porque abrasar a este pobre señor transoceánico con nuestros problemas de orden interior”.
Me aproximé al atónito argentino que no pretendía con su pregunta otra cosa que saber si tenía que dar las clases en español o en inglés y para nada esperaba tan gratuita como espontánea declaración de principios, y le dije: “Esto no ocurre en tu país ¿verdad?”. Y yo no sé si fue él, o fui yo, o fuimos los dos, nos dijimos: “Triste país aquél que no enseña a sus hijos a amar a la patria”.
En España ha llegado el momento de replantear el pacto territorial. La situación actual es insoportable: no se puede entender que un Estado central prime en sus subvenciones a las regiones menos leales con el proyecto común, y que ese dinero se utilice en enseñar a los niños a odiar a la patria propia y común. Soportar sistema tal, quede bien claro, no nos convierte ni en más progresistas ni en más tolerantes, sino en más idiotas, y a decir verdad, no conozco ningún país del mundo donde algo así ocurra, y menos aún, donde sus nacionales lo soporten con el estoicismo rayano en la cobardía y la estulticia con los que lo soportamos los españoles.
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