¿Estoy a favor de la eutanasia? (2): Eutanasia activa y pasiva
por Manuel Morillo
EUTANASIA ACTIVA Y PASIVA
Con participación activa o por la omisión de acciones
Acabamos de aludir —y no se os habrá escapado— a la eutanasia activa y pasiva, que supone, como señalan los alemanes, una «sterbehilfe», una ayuda para morir. La eutanasia activa, «mercy killing» en la terminología anglosajona, se caracteriza por un «facere» del sujeto agente sobre el sujeto paciente, siendo preciso una intervención adecuada del primero, que utilizando determinados medios, generalmente drogas, acelera y produce la muerte del segundo. La eutanasia pasiva, «letting die» en la terminología anglosajona, se caracteriza por un «non facere», es decir, por la privación voluntaria de los cuidados precisos de una terapia normal, provocando así, por omisión, la muerte del enfermo o lesionado. En uno y otro caso se actúa por compasión, requisito esencial en la eutanasia. En el primero, sin embargo, se mata por misericordia, mientras que en el segundo por misericordia no se impide la muerte.
Pues bien, tanto la eutanasia activa como pasiva se ordenan intencionalmente a producir la muerte. Por eso, supongan o no, según los casos, una «directa occisio», son, en uno y otro supuesto, occisivas, y su ilicitud resulta evidente.
Distinta de la eutanasia activa o pasiva («To kill or let die») es la eutanasia lenitiva, que no se propone en la intención provocar la muerte, sino mitigar los sufrimientos, aunque como efecto secundario de esa mitigación se produzca un acortamiento de la vida. A esta modalidad de la eutanasia hizo referencia Pío XII en su discurso de 24 de febrero de 1957, al «Congreso Nacional de la sociedad Italiana de Anestesiología» («Ecclesia» 1957, I, págs. 237 y s.), señalando que «si la administración de narcóticos produjese por sí misma dos efectos diferentes: por una parte, el alivio de los dolores, y, por otra, la abreviación de la vida, entonces (la eutanasia) es lícita». Más aún: si la administración de los narcóticos no sólo suprimiera el dolor, sino que además suprimiera el conocimiento, la religión y la moral permiten al médico y al paciente la eutanasia lenitiva «si no hay otros remedios y ello no impide el cumplimiento de otros deberes religiosos y morales», como sería poner en paz su conciencia y otorgar testamento.
El mismo Pío XII, el 9 de septiembre de 1958, decía ratificando su criterio, que «está permitido utilizar con moderación narcóticos que dulcifiquen (el) sufrimiento aunque también entrañen una muerte más rápida. En este caso, ese efecto, la muerte, no ha sido querida directamente. Esta es inevitable y motivos proporcionados autorizan medidas que aceleran su presencia».
Al margen de las eutanasias occisivas o lenitivas, se halla la ortotanasia o paraeutanasia, que se da cuando, en oposición a la distanasia, se omiten o interrumpen conscientemente medios extraordinarios o desproporcionados que sólo sirven para prolongar la vida vegetativa de un paciente incurable, es decir, con un proceso patológico irreversible. Entre tales medios se citan los balones de oxígeno, las sondas de respiración y las inyecciones de antibióticos sin efectos curativos. La ortotanasia no sólo es lícita, sino que puede constituir una obligación moral. La sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, en su Declaración de 5 de mayo de 1980, dice que «es lícito en conciencia tomar la decisión de renunciar a unos tratamientos que producirían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia... (máxime cuando a veces) las técnicas empleadas imponen al paciente sufrimientos y molestias mayores que los beneficios que se puedan obtener de los mismos». Y puede ser obligación moral cuando con la aplicación de tales medios extraordinarios o desproporcionados sólo se consigue lo que la medicina francesa llama «encarnizamiento terapéutico», que instrumentaliza al ser humano (Juan Pablo II, a la «Academia Pontificia de Ciencias», 23-X1982), cuya dignidad es preciso «proteger en el momento de la muerte... contra un tecnicismo que corre el riesgo de ser abusivo» (Juan Pablo II, 2 2-VII- 1 9 82 ).
A este respecto hay que traer a colación los problemas planteados por la determinación del momento en que la muerte se produce, cómo se manifiesta y cómo puede diagnosticarse con exactitud. si el hombre, por la confusión ideológica reinante, no sabe—y se halla perplejo—ante el instante en que comienza su existencia, igualmente no sabe —y se halla, más que perplejo, angustiado— por el momento en que deja de existir.
Hoy, afortunadamente, la biología, no oscurecida en sus datos experimentales y científicos por la nebulosa sectaria, nos asegura que el comienzo de la vida humana se inicia con la fertilización del óvulo y que la muerte se produce cuando cesa la actividad bioeléctrica del cerebro y el encefalograma así lo revela. Por eso, y a los fines de licitud y aun de obligación moral de la ortotanasia, se hace necesario diferenciar la muerte clínica, que es la verdadera, de la muerte biológica, que puede posponerse a aquélla, y más allá de sus límites naturales, manteniendo, artificialmente, una vida inviable a través de la llamada reanimación de dos funciones vitales, la respiratoria y la cardiaca, y ello a pesar del coma irreversible del paciente, cuyo cerebro carece de actividad.
El latido del corazón y el funcionamiento de los pulmones frente a un encefalograma horizontal no ponen de relieve que haya vida humana, sino que la técnica ha avanzado de tal modo que la actividad de los pulmones y del corazón pueden seguir, aislada y sin aquélla, utilizando máquinas especiales. De aquí que la omisión o la interrupción de tales medios extraordinarios o desproporcionados no plantea el problema de si tal omisión o renuncia producen o no la muerte, porque la muerte auténtica, que es la muerte clínica, ya se ha producido. El problema que realmente se plantea, desde el punto de vista moral, es si la reanimación o terapia de sostenimiento vital («life sustaining procedure») se puede mantener utilizando experimentalmente al hombre, para poner de relieve los avances de la ciencia o el prestigio profesional, y aunque con ello, por añadidura, se agoten los recursos económicos de la familia. La Declaración antes aludida de la Congregación para la Doctrina de la Fe hace referencia a la licitud moral del «rechazo... (a) un dispositivo médico desproporcionado a los resultados que se podrían esperar (y que, además, puede) imponer gastos excesivamente pesados a la familia o la colectividad».
Como ha escrito el P. Marcozzi, s. J. («Il cristiano di frente all´eutanasia», Civiltá Cattolica, 1975, pág. 322), «en la ortotanasia no hay eutanasia, ni positiva (porque el médico no acelera positivamente la muerte del paciente), ni negativa (porque no priva al paciente de los cuidados ordinarios) En la ortotanasia sólo se priva al paciente de los medios extraordinarios, los cuales más que prolongar razonablemente la vida serían una tentativa desesperada y hasta cruel de prolongar la muerte». En tales casos, porque no se mata, no se hace morir, no hay más que una «aceptación de la condición humana» y un dejar hacer a la Naturaleza, contra la cual la lucha se hizo imposible.
Al llegar aquí, resolvemos también, aunque «a sensu contrario», la colisión que plantean los defensores de la eutanasia entre el derecho a vivir con dignidad y el derecho a morir, en el sentido de que el derecho a morir con dignidad excluye, por un lado, la eutanasia occisiva, y, por otro, autoriza tanto la ortotanasia, puesto que la ortotanasia se enfrenta con una vida que ha dejado de ser humana, y que carece, por tanto, de su dignidad, como la eutanasia lenitiva, que en la terapia del dolor, que la dignidad de la vida humana exige, no puede superar el efecto secundario y no querido de la muerte.