Viernes, 22 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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De una de las jornadas más tristes de la historia de España: la de ayer

por Luis Antequera

 
            Ayer se ha consumado la tragedia. La nueva Ley de aborto que convierte el de abortar en un nuevo derecho de la mujer, ha sido aprobada en el Senado español después de ser rechazadas tres enmiendas a la totalidad y ochenta y ocho parciales. La votación –desengañémonos- no tenía más trascendencia que la de la victoria moral que habría representado para los que apostamos por la vida. Desde el punto de vista constitucional, un voto negativo del Senado apenas habría supuesto la devolución del inicuo proyecto al Congreso para que éste se ratificara en él por mayoría absoluta o, de no conseguirla, por mayoría relativa dos meses más tarde.
 
            Las leyes que en España han ido legalizando progresivamente las prácticas abortivas, la hoy aprobada y aquélla a la que derogará, han tenido nefastas consecuencias para los españoles como individuos, como sociedad y como país.
 
            Su primera víctima, -verdad tan obvia debe quedar suficientemente clara-, los pobres niños que han sido masacrados en el lugar en el que más seguros deberían encontrarse, el mismísimo vientre de su madre: más de cien mil al año. Porque nadie salvo la ministra-bailarina, y ni siquiera el Tribunal Constitucional o el Consejo de Estado, duda de la condición humana de esos niños a los que se condena al exterminio. Animo a sostener entre las manos un ejemplar de lo que en España se ha dado en llamar el bebé Aído, un pequeño y delicioso muñequito que representa a escala 1:1 y con patético realismo el feto de catorce semanas, de apenas unos siete centímetros de estatura con todos sus miembros formados, con su cabecita, con sus deditos, hasta con un rostro que le infiere ya una personalidad diferente a la de cualquier otro fetito de su misma edad y tamaño.
 
            La perversa legislación hoy aprobada consigue un doble efecto: por un lado, el más visible, imposibilitar la persecución de una práctica canallesca como lo es el exterminio de un niño en el vientre de su madre. Pero por otro lado, y no menos perverso, la trivialización de la práctica, convertida en legal –no sólo en legal sino en un verdadero derecho de la mujer- que ha de redundar en su fomento y en su cotidianeidad.
 
            Con ser las grandes víctimas de la ley, no son estos niños los únicos llamados a sufrir sus nefandas consecuencias. En segundo lugar, se resienten también tantas madres que no son conscientes de lo que están haciendo cuando abortan gracias a las muchísimas facilidades que la ley pone en su manos y al desconocimiento de las consecuencias de sus hechos a la que les invita, y que cuando finalmente se percatan de lo ejecutado, incurren en situaciones que condicionan fatalmente el resto de sus vidas.
 
            Se resiente también, y no poco, el tejido moral –entiéndase el término en la más laica de sus acepciones- de la sociedad en su conjunto, a la que se envía el mensaje grosero de que los actos humanos no infieren responsabilidad, y que todos podemos hacer lo que queramos porque nuestros hechos carecen de consecuencias, y si las tienen siempre podemos eliminarlas a nuestro gusto y conveniencia, olvidando que si del gusto y conveniencia de la conducta de una persona es víctima hoy un indefenso feto que ni poder de quejarse tiene, mañana la víctima puede ser uno mismo.

            Y se resentirá también la famosa pirámide social española en la que tanto confiamos para garantizar nuestro futuro a través de los sistemas de seguridad social y de la que tanto se está hablando estos días, induciendo conductas desastrosas que han producido ya gravísimos desequilibrios en la sociedad española. El primero, la escasez de cotizantes para el pago de los varios subsidios a los que la vejez obliga (pensiones, sanidad); el segundo, en una sociedad que ha acogido ya a varios millones de inmigrantes, la transformación de la estructura y composición de esa sociedad, y con ella, la de sus hábitos y hasta, probablemente, la de muchos de los logros alcanzados.

             Es verdad que existen situaciones de maternidad comprometida que el Estado no puede ignorar y sobre las que debe legislar. La vía elegida para hacerlo es, sin embargo, abyecta, impropia de una sociedad que se precie y que, sin razón para ello como se ve, presume de evolucionada y garantista. Las vías legítimas, -aquí sí, y excepcionalmente, a cargo del presupuesto, porque pocas cosas como ésta nos afectan a todos-, han de ir orientadas a ayudar tanto a las madres que lo son sin querer serlo, como a las que no lo son queriendo serlo y no pudiendo: ayudas públicas y adopción como instrumentos clave del sistema. Lo exigen los niños víctimas de la masacre, lo exigen sus madres, lo exige la moral social, lo exige finalmente la propia supervivencia de la sociedad española en su conjunto, cuya pirámide se parece cada vez más a un rombo por culpa de conductas como aquéllas a las que la presente ley inducen.
 
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