De Dios y de su relación con los hombres
por Luis Antequera
Más allá de la existencia o no de Dios, tema que no es en el que estas líneas pretenden entrar, la relación de Dios con los hombres puede revestir muy diversas modalidades. Dos de ellas llaman poderosamente mi atención.
Por un lado, aceptar que Dios existe no es la única manera, pero sí la más segura y hasta la fecha la más exitosa, de aceptar que existe el bien y existe el mal, y que en consecuencia, las acciones humanas pueden ser buenas o malas. Dicha bondad o maldad de las cosas es previa a lo que desea y realiza cada ser humano, que cuando obra, sabe, o puede saber, de antemano si está obrando bien porque su acción tiende al bien, o está obrando mal porque su acción tiende al mal. Dios, en cuanto garante del bien y el mal, se convierte en el referente al que todas las cosas deben tender, y el hombre en consecuencia, no puede actuar de cualquier manera, sino que debe hacerlo buscando a Dios, lo que es sinónimo de buscar el bien. Dios como límite y barrera que no puede exceder la acción humana, Dios en la frontera de lo que el hombre puede hacer.
Pero aceptar que Dios existe puede llevar a algunos a relacionarse con él en un modo muy diverso, convirtiéndolo en el aval y el necesario cómplice de cuanto uno cree que piensa Dios. Los que así actúan pueden llegar a creer que son los intérpretes únicos y absolutos de Dios hasta que al final, ya no saben si piensan de una forma porque así piensa Dios, o Dios piensa así porque de esa forma piensan ellos. En la mente de todos las más fatales realizaciones de quienes así se relacionan con Dios: algunos han llegado hasta a inmolarse o a realizar verdaderas carnicerías, por la sencilla razón de que Dios les asistía y avalaba su derecho a castigar a cuantos no pensaban como Dios, vale decir, como ellos.
Pues bien, cuando se contempla a Dios de la primera manera, Dios se constituye en el mejor garante de que el ser humano no se va a comportar como si fuera Dios. Cuando se mira hacia Dios de la segunda forma, Dios se constituye, paradójicamente, en el camino más corto que ha de transitar un hombre para convertirse en Dios.
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