De Cayetano Ripoll, último ajusticiado por la Inquisición
por Luis Antequera
Conmemoramos hoy una curiosa, -y triste-, efeméride cual es la del último ajusticiado por el Tribunal de la Santa Inquisición en España, el valenciano Cayetano Ripoll, ejecutado el día 31 de julio del año 1826, hace hoy, por lo tanto, 184 años.
La ejecución del deísta valenciano fue producto de un cúmulo de desgraciadas circunstancias que nunca debieron producirse. En primer lugar, para cuando Ripoll es ejecutado, la Inquisición había sido ya abolida tres veces en España, y apenas habían de pasar ocho años más para que lo fuera por cuarta y última vez.
La primera abolición se la debemos a José Bonaparte, que la realizó de manera implícita, sin mención expresa al tribunal, ordenando en el artículo 98 de la Constitución de Bayona que otorgó al pueblo español, lo siguiente:
“La justicia se administrará en nombre del rey, por juzgados y tribunales que él mismo establecerá. Por tanto los tribunales que tienen atribuciones especiales, y todas las justicias de abadengo, órdenes y señorías quedan suprimidas”.
Sin haber sido reinstaurado, se abole por segunda vez mediante el Decreto de 22 de febrero de 1813 de título suficiente expresivo, Abolición de la Inquisición, establecimiento de los tribunales protectores de la fe, el cual, aunque proclama que “el Tribunal de la Inquisición es incompatible con la Constitución”, -se refiere a la Constitución de 1812, la primera autootorgada de nuestra historia- lo único que hace, en realidad, es trasladar la todavía importantísima función de la protección de la fe del ámbito eclesiástico al ámbito estatal.
Pero “la Pepa” como se conoce la Constitución de 1812 por haber sido aprobada un 19 de marzo, y la mucha legislación que propicia, tiene corta vida, pues apenas dos años después de aprobada, en 1814, el nefasto rey Fernando VII la deroga, restaura el Antiguo régimen y con él, el santo tribunal. Éste es re-abolido el 9 de marzo de 1820, esta vez por el Gobierno constitucional del Trienio Liberal. Y nuevamente reinstaurado en 1823, coincidiendo con la invasión de España por los Cien mil hijos de San Luis al mando del Duque de Angulema y la restitución del Antiguo régimen.
Pues bien, en este exacto momento de la vida del tribunal, siete años antes de la muerte de Fernando VII y ocho antes de su definitiva desaparición, celebra la Inquisición española su último auto de fe, cosa que hace en Valencia en 1826 y produce su víctima postrera en la persona del valenciano Cayetano Ripoll, ahorcado y luego quemado por deísmo, herejía que afirmaba que aunque Dios exista, no entra en las cosas del mundo terrenal y por lo tanto es ajeno al devenir e historia del ser humano.
Amén de la que se refiere a la larga y nunca definitiva muerte del tribunal, se dio en el proceso a Ripoll una segunda y no menos macabra circunstancia. Consiste la misma en que a punto estuvo el valenciano de salvar la vida por una cuestión tan aparentemente baladí como la de no encontrarse su partida de bautismo, lo que ha de relacionarse con la exclusiva jurisdicción que el tribunal tenía sobre cristianos, por lo que sin probarse la condición cristiana de Ripoll, no podía ser ejecutado. Por desgracia para él, la partida apareció y su cuerpo pudo colgar sin angustiar a la conciencia de nadie.
La ejecución de Ripoll no caerá bien en la ya activa opinión pública, tanto española como europea. Y así, al poco de iniciado el reinado de Isabel II, en 1834, se produce una nueva abolición, que hace la cuarta y es la definitiva. Todavía se producirán tímidas reimplantaciones en los territorios carlistas durante las tres guerras a las que la cuestión dinástica da lugar, pero sin ninguna importancia ni efectos reseñables.
La Inquisición española fue nefasta. Ahora bien, no fue la única ni en el ámbito católico, ni tampoco, ojo, en el de otras adscripciones religiosas o no religiosas, cristianas o no cristianas. Es posible que sólo el protestante Calvino en Ginebra, Isabel I en Inglaterra o la Noche de San Bartolomé en Francia, produjeran tantas víctimas de la intolerancia religiosa como la Inquisición española en los tres siglos y medio que duró. El de la intolerancia es un mal que por mucho que uno lo crea, nunca está suficientemente desterrado, y tan tramposo, que no son pocas las veces en que es fácil reconocerlo en tantos de aquéllos a los que la boca se les llena proclamando ser sus grandes enemigos o no padecerla en absoluto.
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